Luis Fernández Molina
Es común que reclamemos “nuestros derechos”. Esos derechos emanan de un orden que nosotros mismos hemos diseñado en el marco de una convivencia social que se procura sea lo más armoniosa posible. Son la cara complementaria de un sistema de contrapesos en la ecuación: derechos versus obligaciones. De esa cuenta exigimos “derechos individuales” (intrínsecos según algunas escuelas jurídicas) como nuestro derecho a la vida, a la libre expresión y locomoción, de industria y negocio, nuestro derecho de propiedad, etc. y otros “derechos sociales”, algunos que son imprecisos: a la cultura, a la salud, al trabajo, a la tierra, al medio ambiente sano, etc.
Estos derechos son meras construcciones humanas y por ende temporales, los hacemos valer frente a la autoridad o ante los jueces cuando se presenta una situación inesperada. En tales casos es fácil detectar en qué consiste la violación de esos derechos y por ende nuestra exigencia de enmienda. ¡Vía amparo si fuere menester! Nos sentimos sólidos porque existe un derecho previo y una autoridad preestablecida. Para eso estamos los abogados, para abogar por esos derechos, para consolidarlos o enmendar entuertos.
Pero en un escenario mucho más amplio y trascendente, cuando se presenta un suceso que excede nuestras limitaciones humanas. ¿Qué derecho reclamamos? Como simples mortales ¿qué carta o constitución podemos invocar para retornar a nuestro confort? Quedamos solos, “chiflando en la loma.” ¿Qué podemos reclamar frente a una enfermedad? ¿Qué derecho invocamos ante la muerte de un ser querido? ¿Qué derecho reclamamos ante una calamidad como la presente pandemia? Y lo más importante: ¿Ante quién hacemos esos reclamos? Es claro que incursionamos en el terreno de lo espiritual, lo metafísico, de lo teleológico. Para algunos es el destino, otros el karma, y otros la religión.
Surge el escenario de la fe en que los seres humanos, todos, se dividen en cuatro grupos: a) los que no creen en la existencia de dioses (ateos); b) los que admiten que puede o no haber un dios pero que no hay comunicación directa (agnósticos); c) los que sí creen que hay un Dios pero no reconocen una revelación en particular y no pertenecen a confesión alguna (deístas); d) los que creen y profesan determinada doctrina o religión (devotos).
En mi caso agradezco la instrucción que desde infante recibí en la misma fe que reconfortó a mis ancestros. Una fe en esa Iglesia cristiana que fundó Jesucristo al nombrar a Simeón, Pedro, como la piedra fundamental y lo confirmó “apacienta mis ovejas.” Con ese sello apostólico que se fundamenta en que “lo que ataren en la tierra queda atado en el cielo” y que por la faz de la tierra fueron compartiendo la buena nueva que ha servido de alivio y consuelo a generaciones en este paso por la vida, a veces pradera feliz y a veces como valle tenebroso.
Una Iglesia que ha sido atacada y criticada a lo largo de dos mil años desde que el Fundador se elevó por las nubes. De haber querido perfección en su Iglesia, posiblemente se hubiera quedado en esa pequeña loma cercana a Jerusalén, pero ascendió a los cielos. Por lo mismo, algunos ministros, falibles como seres humanos, habrán cometido hechos muy lamentables, que negarlos sería una defensa oficiosa y necia, que ofendería a las víctimas. Pero eso si ellos se torcieron en el camino (y en grande), les llegará el día de su juicio al igual que todos; son ellos los que fallan, no la Iglesia. Quitando a esos “judas” el resto de la Iglesia persiste y se fortalece. Crece y celebra el cercano día de la Ascensión.