Mario Alberto Carrera
La belleza del hombre ¡la única que puede conquistar y la única que puede ser genuina y no cosmético repello!, consiste, radica, emerge a partir de que pueda derrotar lo grotesco. Mas lo grotesco en él parece ser inexpugnable.
El más perverso de los grotescos del universo-mundo es el déspota (popular espécimen en Guatemala) ilustrado o ignorante que mueve los hilos de las marionetas –con absoluta insidia- de los que en sus manos somos sus títeres de Guatemala.
El dictador de turno es el tuétano cruel del esperpento. Espantapájaros de acero que no puede amar. El dictador es también la esencia del odio y la monstruosidad.
Pero el dictador puede no ser un hombre sino una corporación institucionalizada de asesinos sin entrañas. La dictadura. Y la dictadura (es decir la manipulación sutil o descarada) está por todas partes manejando, conduciendo con simiesca complacencia los terrores nacionales.
El hombre común y corriente suele no tener sangre en sus venas manipulables, pero sí cobardía sin límites y por eso es manejable y fácil es convertirlo en un trapo sin voluntad a merced del fiero dictador y las eternas dictaduras de este país.
Parte de la justipreciada novela latinoamericana de hoy, halló en los dictadores la materia más goyesca que la literatura puede corporizar en su poética, esto es, el grotesco, el esperpento que Valle Inclán -desde España-había impartido y señalado al pergeñar su “Tirano Banderas” que tomó América Latina.
Reyes del miedo y del terror, los tiranos y sus tiranías. Sumos pontífices de la muerte y del hambre, emperadores del pecado y su angustia y su melancolía.
El guatemalteco vive en la miseria de su inermidad y de su intrascendencia sin poder escapar a ese destino. Pero intentándolo cuando se es un singular. Cada intentona de esas es una obra de arte o de ciencia. Pero al final –y siempre por las artimañas en su contra- topa con el hueso rocoso del iracundo de turno. Y vuelta a caer en la nada del esperpento de Goya.
Por esto es que el hombre –en el mundo y en diversas magnitudes y en general- solamente puede sentir miedo y nada más que miedo. Su vida dura poquísimo: un parpadeo en la eternidad, en el hoyo abisal del infinito. El amor muchas veces, segundos: los del orgasmo y asunto concluido. Su odio, lo único que tarda más. Porque el odio frente al amor es ángel altivo e invencible y el rencor aún más triunfal.
Durante la madrugada el inmenso esperpento que condensado llevo entre el corazón y el vientre sube a mi garganta. Siento miedo con vos y él. Miedo a mi muerte, a mi fin, a mi intrascendencia, a mi falta de calidad en lo que escribo, a mi estupidez, a mi esclavitud en la culpa y el pecado, a las alas del cuervo que me crecen en silencio y sin aspavientos cuando sueño que asesino a Abel y a Adán y acaricio a Eva y a la tierra en que retornaré a la nada, sólo barro, pequeño y miedoso barro que hoyan las dictaduras.
Miedo a vivir, miedo a morir, miedo a amar, miedo a odiar al fantoche dictador. Miedo a asesinar al miserable sátrapa. Miedo a respirar, a caminar y al placer sin límites del orgasmo. La vida del hombre es un miedo inmenso que acaba con la muerte.
Y vamos con la diminuta vida que nos toca con el alma a cuestas, en un territorio también mínimo que se llama Guatemala. País acaso nacido para sufrir en el esperpento de la satrapía. Madrugada en que observo la borrosa colina con melancólica ira.
El color del invierno -que ya llega con sus humedales- nutre un día más -en mi día- del país de tirano Banderas.