Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

El protagonista de hoy no debería aparecer en esta serie. No era guatemalteco, era francés, más bien era corso. Pero sus acciones tuvieron tanta influencia en todos los guatemaltecos que bien merece un espacio en este recorrido histórico.

La independencia de América Latina se debió a una combinación de factores (como casi todos los hechos trascendentales). Estuvo, claro está, la valentía de los guerreros que en el campo de batalla desafiaron a las huestes reales en Nuevo México, la gran Colombia, en La Plata, en los Andes, etc. Pero otros elementos deben tomarse en cuenta en esa ecuación: hemos sido injustos con un pequeño general -tal vez por eso- cuya acción fue decisiva para que cortáramos la dependencia de una España que estaba en grandes apuros.

Sin Napoleón la independencia se hubiera dado pero quizá unos 30 o 50 años después. El dominio colonial duró 300 años y el concepto de pertenencia de las colonias se fue consolidando. Por eso el eterno enfrentamiento entre “la audiencia” y “el ayuntamiento”, esto es, el poder del rey y el poder del pueblo (valga la vista de la Plaza de La Antigua en donde están frente a frente). Los criollos, descendientes de los conquistadores creían que esta tierra la obtuvieron gracias al arrojo de sus antepasados y por lo tanto poco debían al rey; por el contrario, era el monarca quien debía estar agradecido a los conquistadores que con su espada extendieran el dominio real y de la cristiandad. Además siendo que Madrid estaba muy lejos la administración de las provincias se complicaba; no se podía administrar en base a “cédulas reales”que redactaban funcionarios reales que no tenían idea de Las Indias y que tardaban meses, años, en llegar. Por eso se fortalecía “la Patria del criollo” quienes veían mal a los arrogantes peninsulares que llegaban a la Audiencia: “Gachupín con criollo, gavilán con pollo.”

A finales del siglo XVIII el escenario estaba a punto de caramelo para la emancipación, pero no todos querían luchar en el combate que seguramente iba a oponer el ejército del Rey. Iba a haber guerra, sin duda alguna y entran aquí las estrategias de guerra. Y es aquí cuando vibran las trompetas para dar ingreso nuestro personaje: Napoleón.

La historia empieza apenas unos 20 años antes con la Revolución Francesa. No tanto por la difusión de las nuevas ideas igualitarias sino que por la anarquía en que degeneró (el Terror y el Gran Terror), los franceses reclamaban orden, esto es, “mano dura” y aprovechó un ascendente militar. Impuso el orden y se quedó en el poder; no como cónsul ni director ni nada de eso.

Pero Francia le quedó chiquita al Emperador de los franceses y quiso extender su imperio en toda Europa. Acaso el único obstáculo real era Inglaterra a la que combatió por mar (con idea de invadirla). En la decisiva batalla de Trafalgar (cerca de Cádiz) fue derrotada la flota franco-española; para contrarrestar a los ingleses, Francia decidió bloquear todos los puertos del continente para asfixiar el comercio británico.

Portugal, aliada de los ingleses, se opuso; entonces Napoleón la invadió, para cuyo efecto sus ejércitos debieron atravesar España, su aliada. Pero se sintieron a gusto con “su aliada” y el Emperador decidió consolidar la situación colocando a su hermano José Bonaparte (Pepe Botella) como “Rey de España e Indias” (1808). Finalmente, y en medio de una gran crisis económica, los españoles se rebelaron; su ejército estaba tan debilitado que tuvieron que resistir por medio de las famosas partidas de “guerrilla” (se cree que ese término aquí se acuñó). Para colmo, el estandarte de los españoles, esto es, su rey, era un indeseable, un absolutista de difícil trato: Fernando VII (el Rey Felón). Con todo en 1812 se logró redactar la Constitución de Cádiz en la que tuvo destacada participación Antonio de Larrazábal y que fue la constitución que a la que dimos golpe de estado en 1821.

Irónicamente, mientras España libraba su “Guerra de Independencia” (1808-1814), los países latinoamericanos -que, como “españoles” expresaron su plena adhesión al cautivo Fernando VII-, empezaron con sus propias guerras de independencia de España. Era obvio que se aprovechaba las debilidades del contrincante, además el orden institucional hispano estaba totalmente fraccionado; no había autoridad. España apenas podía combatir y expulsar a los franceses (que finalmente lo logró después de que Napoleón se debilitó con la invasión rusa y tras Waterloo).

Por ello no es casual que los primeros gritos de separación y declaraciones de independencia se dieron en medio de esa coyuntura; el primero que se registra el de Ecuador en 1809; en 1810: la revolución de mayo en Argentina, el grito de Dolores en México, la independencia de Chile; en 1811 Paraguay, Venezuela y Cundinamarca (Colombia). En nuestro caso no fue menester desenvainar la espada: “nuestros padres lucharon un día, encendidos en patrio ardimiento” pero afortunadamente lograron la independencia “sin choque sangriento.”

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