Jonathan Menkos
Los Estados, definidos como una forma de relación social, cuentan con un aparato estatal que ostenta un poder coercitivo, administrativo y simbólico, un territorio, una población, y un relato en torno a los intereses colectivos de sus habitantes. Los Estados están en constante cambio para lograr uno de los fines principales de su existencia: configurar su territorio, población, leyes y relatos, para asegurar la dominación de unos sobre otros, una dominación que puede ser económica, política, religiosa, étnica, de género, entre otras.
En ese sentido, el Estado de Guatemala ha sido diseñado para garantizar que unos pocos –una élite depredadora– vivan muy bien y vean acrecentar sus fortunas, mientras las grandes mayorías se las apañan como pueden. Como efectos específicos del uso de su poder en la configuración del Estado, mediante leyes y el uso de la fuerza, lo mismo se han apropiado de tierras, ríos y montañas, han cometido genocidio contra pueblos indígenas, mientras se hacen más ricos con tratados de libre comercio, privatizaciones del patrimonio y de los bienes públicos, la precarización de los trabajadores y los tratos preferenciales en materia tributaria, e incluso la impunidad de sus fechorías.
La élite depredadora ha logrado cuidarse y fortalecerse muy bien en doscientos años gracias al apoyo de gobiernos depredadores que operan a su servicio. De ahí el interés por crear, financiar (lícita e ilícitamente) y promover partidos políticos: estas instituciones, operando en los órganos superiores del Poder Ejecutivo y Legislativo de los Estados, fijan el norte de la administración pública y de la nación.
Algunos ejemplos del apoyo que los gobiernos de los depredadores dan a las élites se pueden documentar desde la tributación: en 1844 se exoneró de impuestos y arbitrios a la harina hoy un oligopolio; en 1885 se exoneró también del pago de derechos de exportación a la producción de azúcar, otro oligopolio en la actualidad; entre 1881 y 1897 la Cervecería Centroamericana recibió concesiones para importar maquinaria y materia prima sin pagar impuestos; también el monopolio del cemento fue apoyado; mientras, en los años noventa, la élite depredadora logró comprar en oferta buena parte de los bienes del Estado.
Además de la configuración de leyes y políticas, los gobiernos de los depredadores también han tenido la capacidad de imponer un relato hegemónico que salta de sus universidades y sus empresas consultoras –mal llamadas, en ocasiones, centros de investigación– para sus medios de comunicación, sus voceros y sus iglesias y que consta de tres ideas sagradas para ellos: primero, lo público es malo y es el premio de consuelo para los perdedores, porque la gente exitosa debe adquirir en el mercado la atención de la salud, la seguridad y la educación, por ejemplo. Segundo, los indígenas y aquellas personas que contradicen sus ideas (defensores del territorio, líderes sociales, políticos fuera de su capacidad de compra) son personas revoltosas, contrarias al desarrollo. Tercero, machacan con la idea de que cada quien debe salir adelante por sus propios méritos, sin esperar que el Estado le dé alguna garantía de bienestar.
El gobierno actual y los partidos políticos que le garantizan mayoría en el Legislativo, son parte de esa histórica mayordomía que trabaja para la élite depredadora: lo han demostrado recientemente con la elección de magistrados para la Corte de Constitucionalidad. Sin embargo, las contradicciones sociales, económicas y políticas que están provocando en su afán de capturarlo todo, serán las bases para su final. En la historia de la civilización, los movimientos políticos más radicales y potentes han surgido de la asfixia social promovida por las élites y los gobiernos depredadores. El tiempo lo dirá.