Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Durante los últimos años (permítaseme utilizar la denominación últimos en el sentido de más recientes), se ha escuchado hablar bastante de lo que para muchos es “soberanía”, es decir, lo que quizá consideran como tal y que se constituye en un concepto que, en muchos casos, es utilizado en función de intereses particulares más allá de su verdadero significado. En tal sentido, y sea como fuere, lo cierto es que el término soberanía conlleva mucho más que simplemente utilizar tal palabra como caballito de batalla en discursos aviesos, con dobles intenciones o quizá como evidencia de la ignorancia y lo falaz. La soberanía, en tanto concepto, puede apreciarse desde distintas ópticas, ciertamente. No obstante, en esta ocasión en particular, veamos el asunto brevemente desde una perspectiva más sencilla y común que nos remite a la existencia de un poder soberano que, de acuerdo con las concepciones aceptadas en la actualidad en el marco de las ciencias sociales, en los regímenes democráticos recae en el pueblo (véase también, CPR, Art. 141). Este poder soberano es delegado para su ejercicio, como bien se sabe, en un grupo de individuos electos con tal propósito mediante un proceso previamente establecido para ello con reglas más o menos claras, según sea el caso. Sin embargo, sea cual sea la forma de elegir gobernantes y/o servidores públicos en el marco de la democracia, existe algo denominado «mandato», que es el punto de partida para el quehacer de todo funcionario y servidor público, incluyendo diputados al Congreso, ministros de Estado, Presidente y Vicepresidente de un país, etc. De ahí se desprende, justamente, el término «mandatario», que no es más que una suerte de permiso otorgado por los votantes a sus gobernantes para tomar decisiones trascendentes en el ejercicio del poder que se les ha confiado. Eso no significa, sin embargo, que al mandatario (o mandatarios) se le haya transferido la soberanía del Estado, ese es un error en el que se suele caer a veces inadvertidamente. Solamente se les transfiere la representación de éste, y ello conlleva, por supuesto, ese «mandato» que les obliga a ejercer sus funciones en el marco de la ley, es decir, su poder sigue estando limitado por las normas que rigen al Estado. En países como Guatemala el soberano es el pueblo, no el mandatario, y bueno es tenerlo presente por aquello de las malas interpretaciones o eventuales confusiones. Adicionalmente, esa es una de las bases fundamentales (no la única, claro) que sostienen a los regímenes democráticos en el mundo. En teoría (al menos), el pueblo sigue siendo en quien recae esa soberanía del Estado de la que tanto se escucha hablar en distintos círculos y que nos lleva a reflexionar acerca de nuestro particular ejercicio de la democracia, que también implica involucramiento, participación, conciencia y visión de largo plazo.

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