Víctor Ferrigno F.
Lo que mal inicia, peor acaba, dice el refranero popular, con base en la experiencia. Por ello preocupan los graves errores que se están cometiendo en los ámbitos de la salud, de la economía, de la justicia y de la seguridad. Después de un caótico año 2020, la ciudadanía demanda certeza, protección y transparencia de parte de las autoridades, pero estas hacen oídos sordos ante el clamor popular.
Desde hace varias semanas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) dio la voz de alarma, advirtiendo que enfrentamos una nueva oleada del COVID-19, con cepas más contagiosas y letales, pero el gobierno de Giammattei mantuvo la postura de “sálvese quien pueda”, que esgrimió desde el año pasado, cuando levantó todas las medidas de contención, respondiendo a las presiones de la iniciativa privada, para que la economía se reactivara, sin prever el rebrote que hoy nos azota, con su cauda de muerte y recesión.
Hasta hoy anunciarán las medidas de prevención, cuando ya están saturados los hospitales y muchos médicos y paramédicos han muerto, o han migrado a hospitales privados, porque les negaron el bono de riesgo, lo que les redujo los honorarios casi a la mitad. Pretenden que los galenos arriesguen su vida y la de sus familiares por Q6 mil al mes, mientras en los ministerios y en el Congreso se derrocha a manos llenas.
Lo que más preocupa es el subregistro de muertos en las pequeñas comunidades, de dos o tres decesos diarios, que no se reporta ni se inventaría. Los comunitarios no le ven sentido a informar sobre los decesos a un Estado que les abandonó, y que no llega sino es para reprimir.
Me consta que en la primera oleada del COVID-19 el contagio afectó poco a esas comunidades asiladas, pero ahora está haciendo estragos, y a muy pocas autoridades les importa que se estén muriendo los pobres, los indígenas, las mujeres y los ancianos que no son de cuna noble. Son los prescindibles, los nadies, los excluidos que solamente han sido escuchados cuando se insurreccionan en demanda de sus derechos fundamentales.
Estas víctimas de la indolencia, de la corrupción y la incapacidad son excluidos, discriminados y hasta odiados por ser pobres; sufren la aporofobia, el odio a los pobres de parte de sus victimarios, aquellos que están en la cúspide de la economía y del poder, generalmente mal habidos.
El término aporofobia, acuñado por la filósofa española Adela Cortina, para significar la fobia a las mujeres y hombres pobres, resume esa actitud discriminatoria de ciertos sectores privilegiados de la sociedad y de la clase política, que rechazan a las inmensas masas de desposeídos que, tarde o temprano, se levantarán a reclamar lo que por derecho humano les corresponde.
Este fenómeno hace un daño enorme a la democracia y al Estado de derecho, pues una institucionalidad que no protege a los ciudadanos no sirve para nada. Eso es lo que estamos viviendo en Guatemala, y se manifiesta en la represión a garrotazos a los migrantes hondureños al pasar por el país. Cuando logran llegar a EE. UU. y comienzan a enviar remesas, ya no son pobres y se les alaba por sostener la economía nacional.
Y si alguien no está de acuerdo con este sistema de exclusión se le reprime, como a los dirigentes de la resistencia Xinca contra la Minera El Escobal, o como las 12,188 mujeres muertas violentamente en los primeros 20 años de este siglo. En otros casos, a los inconformes se les criminaliza, y se les somete a procesos viciados, que terminan conociendo magistrados sindicados de graves crímenes por el Ministerio Público, como el juez Moto.
Ojalá la ciudadanía guatemalteca logre ponerse de acuerdo y corregir el rumbo de este navío, pues el presidente Giammattei lo dirige inexorablemente hacia un arrecife, y en ese naufragio todos vamos a sufrir. Feliz año nuevo 2021.