Luis Fernández Molina
Como abogado que soy, y juez que he sido, sigo con atención los juicios más destacados de la Historia. El de Salomón y las dos madres que reclamaban al infante; el de la casta Susana acosada por dos viejos salaces y mentirosos; el de la bella Friné quien, con sus atributos físicos, demostró su inocencia a los sorprendidos juez (que pidieron repetición de prueba); del sabio Sócrates, supuesto corruptor de la juventud; del mismo Jesús. De siglos posteriores están el de Juana de Arco, la princesa de Orleans; Tomás Moro; Giordano Bruno; Galileo; Salem; y de épocas más recientes los de Dreyfus, Saco y Venceti, Sacco y Vanzetti, Bruno Hauptmann, los de Nuremberg, O. J. Simpson, Mandela, etc.
Pero hay un juicio que supera a todos está en una escala diferente, en un plano trascendente y escatológico: el “Juicio Final”. En una imagen que nuestras limitadas computadoras mentales no pueden comprender, Mateo nos relata (como también los otros evangelios sinópticos y el Apocalipsis), que dicho por el propio Jesús, reunirá a todos los seres humanos de todas las naciones y cada uno será juzgado (Heb. 9:27). Previo a dictar su sentencia el supremo Juez separará a los buenos de los malos. Como toda sentencia, debe ser razonada (igual dice nuestra LOJ). Ahora bien ¿Cuál es el criterio que tendrá el juzgador para premiar a unos y condenar a otros? En verdad el mensaje es muy directo y concreto. A los benditos les dirá “tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber.” ¡Ojo!, el premio no será porque oraban, iban al templo o a misa, ayunaban, velaban, etc. Todo eso está muy bien, pero no es la esencia, es un mero complemento de una vida piadosa. Lo importante es compartir en ese Jesús que está en cada persona necesitada de comida, de trabajo, de estímulo, de cariño.
Complementa el anterior mensaje la parábola de el rico epulón y el pobre Lázaro (epulón es un adjetivo, no nombre propio). El castigo al rico no es porque se daba los grandes festines al que le daba derecho su fortuna; el problema fue que sabía que en la calle de enfrente estaba Lázaro, hambriento y llagado y no le ofreció ni las migajas.
No se trata de ser santos heroicos como el Hermano Pedro o la madre Teresa (pocos están hechos con esos materiales). No. Basta con que reconozcamos que vivimos en una sociedad y que dentro de la misma hay gente sufriendo. Nadie nos reclama porque la ciudad esté sucia, basta con que limpiemos nuestra acera.
De niño me enseñaron que algunas palabras no se deberían pronunciar. Entre ellas el “maldito”. Pero en este caso lo dijo un Jesús enojado como el que pintó Bounarotti en la Capilla Sixtina. Sí agrego yo, malditos aquellos que ejerciendo el poder se aprovechan de una pandemia o una catástrofe natural. Los que en tiempos normales llegan al gobierno para enriquecerse. Si no quieren compartir mendrugos de su propio pan, es su decisión, pero que se roben la cosa pública es otra cosa. Malditos de verdad, hasta la cuarta generación (Ex. 34).
Todas las religiones contienen en su ADN la compasión pero el cristianismo eleva el ideal a niveles de excelsitud. Compasión no solo con los amigos y cercanos, también con los enemigos a los que también se debe amar, no con un amor rudimentario “como a nosotros mismos” sino que con el amor sublime de Jesús: “como yo os he amado”.
Ojalá nosotros, que nos llamamos cristianos, entendamos la esencia del mensaje de Aquel, cuyo nacimiento, hace poco más de dos mil años, acabamos de celebrar con tanto entusiasmo.