Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz Lemus

El acontecimiento místico del nacimiento de Cristo va más allá de cualquier idea inculcada y reducida a formas concretas.  Es lo más próximo que tenemos los humanos de occidente a la conversión.  Esta vez desde un enfoque de ternura; la próxima ocasión será la de la redención, cuando le toque morir. Viviremos una y otra vez hablando de lo mismo, contando una historia que no puede entenderse con la lógica y queriendo encontrar en la vida un desempeño.
Llevo años viviendo a través de narraciones, lecturas y sensaciones la experiencia mística de la Natividad, y cada vez aprecio con mayor conciencia lo mucho que me falta para comprender la profundidad de lo que significa la presencia en el mundo de algo numinoso y sagrado que nos pone ante un misterio fascinante que a nadie pasa desapercibido.  Con nuestras limitaciones, los humanos debatimos con palabras y enfrentamos nuestras ideas, alejándonos así del sentido de lo que pretendemos defender, además de lo soberbia de creer que lo divino necesita ser defendido. Lo divino no requiere elucubraciones sesudas y desmitificadoras.
Toda conversión debe ser contada con la propia vida tras asumir principios humanos con la responsabilidad que solo la libertad puede dar, y una conciencia que pueda significar encontrar el sí mismo, un verdadero sentido de vida e intentar ser mejores. Para eso es un mito, para inspirar y hacer surgir lo mejor de todos.  El mito sobrevive a pesar de guerras, traiciones e infamias incluso cometidas en su nombre.  Ojalá nazca, o más bien que emerja lo que siempre ha habitado en nosotros y espera la ocasión de ser parte de un destino cada vez más humano.
La idea es hacer realidad lo que se promueve; redimirnos y librarnos de situaciones penosas e inevitables dolores auto infligidos; que aceptemos nuestra calidad de perfectibles sin pesimismos derrotistas ni arrogancia cegadora.  Es tiempo de conmoverse y esperar algo de la ternura, principalmente la que emerja de nosotros sin seguir esperando que lo bueno nos llegue de afuera como si lo mereciéramos. Es momento de eclosionar y dejar salir lo divino que llevamos dentro, lo que no sabemos nombrar y que nos puede llevar a ser lo que realmente somos.
¿Qué nos provoca un niño cuando nace?, ¿qué deseamos para el?, ¿qué estamos dispuestos a hacer por él?
Atenidos a los hechos, sabemos que todo ser humano de una forma o de otra, se auto determina y difícilmente puede apartarse de su naturaleza básica para hacerlo.  Jesús no puede cambiar a nadie, no tiene ese poder.  El mundo sería otro si así fuera. El niño que nace es un símbolo de amor que puede enternecer, estimular la confianza en nosotros mismos para renunciar al ensimismamiento y atrevernos a los vínculos humanos sin tanta normativa, y solo apelando a la sinceridad y a la intención generosa. Sin infatuarnos, nos olvidamos de nosotros mismos y estamos en la ruta de encontrarnos.  Es la paradoja del amor.
A través de la vida, tenemos muchas ocasiones para revisar un enorme símbolo colectivo y a la vez individual; el nacimiento de Jesús.  Algo que cada vez sentimos y entendemos diferente; ya sea consciente o insensiblemente, y dependiendo de lo que estemos viviendo o hayamos aprendido de los hechos a los que vamos teniendo acceso. Todos los días son para nacer; la vida es un nacimiento continuo.
Puede inspirarnos a vivir en paz, a ser paz y ofrecerla.  No es fácil; al menos es más difícil que proclamarse cristiano y ya, solo esperando el día de cualquier rito.  Una paz que no traicione los principios que hemos auto gestionado y que no se retrase con la culpa sino busque el amor, para no mentir después diciéndole amor a cualquier cosa.
Tal vez sea el mismo niño el que nace pero mi ser es otro ahora. Es un niño no como lo he visto antes, ya no soy el mismo hombre y mañana seguramente veré otra cosa.  Mientras siga vivo seguiré andando y nada será lo mismo, y eso me da mucha esperanza.

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