Mario Alberto Carrera
En 2021 ¡ya!, ¿celebraremos? ¿Conmemoraremos? ¿Enterraremos?, los 200 años de la ¿Independencia? Nacional de Centroamérica. Ante tal efemérides es imperativo categórico del pensamiento centroamericano ocuparse tanto de una valoración histórica de aquellos sucesos ¿malhadados?, como de una genealogía de su moral hondamente crítica, en el sentido de como Kant concebía el término Crítica y Nietzsche Genealogía.
Lo que constituyó el fenómeno histórico que llamamos Independencia Nacional se cuestiona ¡hoy! incluso por columnistas que hace unas décadas se desgarraban las vestiduras al sostener que los valores de la Independencia y de sus próceres ínclitos y moralísimos, eran incuestionables.
Eran los días en que la Constitución declaraba la religión Católica como la religión del Estado de Guatemala. Aquella cobarde y piadosa actitud duró en algunas mentes muy conservadoras que han tenido que ceder para no parecer tan anticuadas hoy que todo el mundo se atreve a poner en tela de juicio lo que es, o no, la Independencia Nacional.
Por tanto, para ninguno es misterio en los estertores del 2020 que la Independencia no fue sino un cambio casi arreglado y concordado entre una Corona carcomida y desvencijada y unos criollos que querían entregarse ¡ya sin cortapisas!, a una explotación sin límites del territorio y de los indígenas que además tributarían ya sólo para ellos.
Pero el tema de una genealogía de la moral de la Independencia -y de nuestros próceres- no concluye con lo que acabo de indicar. Y no concluye ahí porque el juicio ético apenas se iniciaría. Las lecturas críticas que de tal discurso podemos hacer son ideológicas, políticas, económicas, religiosas, culturales e incumben acaso hasta las del genocidio.
Poder, saber, información y comunicación de la verdad van de la mano tanto para presentarse con honestidad, y al servicio de bien común, como para ser sólo la visión unidimensional de la clase dominante y no la de los Condenados de la Tierra de Fanon.
Se nos puede decir (como ya se está atreviendo a decir todo el mundo mucho antes del 2020) que la Independencia fue un simple cambio de poderes políticos, concertado incluso. Pero callando el resto de la verdad. Porque ella es tan cruel que, a la clase dominante de nuestros días, todavía no le conviene –hoy- que se rasque demasiado bajo los cimientos que la sustentan porque son los mismos (de ella) que la cimentaban en 1821.
¿Qué es la verdad? ¿Cuál es la verdad de un hecho histórico tan controversial y tan preñado de las más cruentas amarguras? ¿Quién ha manejado y manejará las investigaciones que nos conduzcan al desvelamiento de una verdad que podría paradójicamente ser falsedad? Y esto, pese a que sean las universidades más prestigiosas del país quienes tomen el timón de la escritura del discurso, porque las universidades más prestigiosas del país están ¡también!, en manos de la clase dominante, incluyendo a las dos o tres religiosas. Por lo mismo, no gozan a mi juicio de completa confiabilidad ética, ni a los ojos de Nietzsche, de Foucault, Derrida, Deleuze, Christeva o Sartre, sólo por mencionar a algunos en los que me apoyo de cara al tema propuesto: la genealogía de la moral de la Independencia.
Someter a la Independencia al juicio verdadero e implacable de la Genealogía de la Moral, equivaldría a declarar al 99 % de los próceres de la misma como inmorales y a modificar por tanto la Historia Patria. Porque a los escolares ya no se les podría seguir enseñando la mentira que por tantos años se nos sostuvo y se les continúa sosteniendo. En las conmemoraciones de los 200 años de aquel aciago 15 de septiembre, la fecha tendría que presentarse de otra manera y quienes fueron sus factores históricos también: ¡como inmorales! La Historia Patria debe ser reformada de raíz. Porque también la guerra civil exige otro discurso y, otro, la expulsión de los santos come diablos y el ingreso y entronización en los nichos laicos de los verdaderos héroes.