Mario Alberto Carrera
Pocos, muy pocos países hay en el continente latinoamericano con el síndrome de represión y humillación extremas cual el nuestro. Pueblos originarios y también mestizos o ladinos hemos sufrido, padecido, aguantado y soportado tal condición existencial y social con un estoicismo que asombra y con una pasividad casi sin límites que, muy de tarde en tarde, se atreve a desafiar a sus esbirros, dictadores y verdugos. Esbirros como hoy Giammattei (acaso un amargado y un frustrado por sus discapacidades) y, en el ayer reciente: por Pérez Molina, un militar kaibil con severas perturbaciones sádico genocidas, similares a las de su padre putativo el satánico Ríos Montt.
Esbirros ¡sí!, porque son sicarios de las clases dominantes desde hace dos siglos (tufoso 1821) cuyo proconsulado se perfila desde entonces y desde hace mucho más atrás (por 1523) con la crueldad y la represión más turbulenta y singularmente más bárbara y feroz que mente alguna pueda imaginar. Sólo la de Belcebú dando látigo a las almas con brutalidad y violencia descomunales, por el placer de hacerlo en su delirio paranoico de ángel defenestrado.
Esta es la historia y los antecedentes socio patológicos de su país, señor guatemalteco. Estos son los sangrientos linajes represores que lo han sumido en la amargura -acaso inconsciente- en el fragor de su sangre, señor guatemalteco. Este es su pasado de sumisión y silencio. Su pasado de poetas y próceres asesinados por órdenes de la oligarquía piadosa y católica, señor guatemalteco. Esta es la Historia Patria –que no es la que usted canta obnubilado cuando canta el alucinado e idealizado Himno Nacional- sino la historia de una lucha de clases que no aflora porque sucumbe a cada paso de su intento por un golpe avieso de metralla, por cientos de bombas lacrimógenas o de bombas de napalm –cual las de la dictadura militar- o por la lección alevosa del genocidio que los generales y su huestes de kaibiles han sembrado a lo largo y lo ancho de este mínimo territorio de venganza y de dolor y heridas que no cierran. Esta es la historia de su país, ¡señor guatemalteco!
Un valido-consentido de alfeñique y un reyezuelo de piltrafa y de sainete ordinario, corriente y municipal, versus un Vicepresidente (vástago del Cacif) celoso en sus función aldeanas (porque esta no es más que una aldea-caleta) desataron el primer huracán. Es decir, Miguelito enrostrado al señor Castillo -eminencia gris de una las más imponentes cámara de represión. Y un Presupuesto Nacional demente, para el 2021, han detonado un cohetillo de verbena: la chamusquina del Congreso y, el último sábado, el incendio de un Transmetro, simbólica unidad de Colom y sus huestes de ladrones. Y aquí paz y allá gloria.
Si analizamos psicoanalítica y socioeconómicamente la historia de Guatemala, tal y como en volandas se la he querido resumir arriba, lo que a mí me extraña es la pasividad, la sumisión y la poca virilidad de mi pueblo ante la permanente violación de sus derechos constitucionales, del Estado de Derecho (que no existe) y de su condición francamente infrahumana (muerta de hambre) de cara a las clases dominantes que (sin inmutarse, en la Guatemala inmutable como el Ser de Parménides) permanecen en su vocación colonial y encomendera y ponen y quitan presidentes como cambiarse de calzón siempre que estos mandatarios, diputados y magistrados estén dispuestos a continuar en el secular papel de sicarios represores al servicio de sus intereses económicos.
Lo que a mí me asombra, me extraña y me deja perplejo es que aquí -en este país suyo, señor guatemalteco- no haya más violencia. Y me preocupa porque significa que algo en usted está muerto. Se lo han matado los sicarios del poder. Se lo han asesinado los oligarcas prohibiéndole ser hombre: reprimiéndole los cojones exangües ya de testosterona.
La ira y la cólera se justificarían plenamente porque la represión es colosal y descarada, en la pasiva adaptación de la Guatemala distópica.
¡Lo que me extraña es que no estalla!
FE DE ERRATA. En la columna del pasado sábado del Columnista Mario Alberto Carrera, cuando hablaba de la infelicidad humana, el párrafo que decía “que se ase a las drogas para olvidar su destino” fue modificado por el corrector y se publicó “que se hace a las drogas para olvidar su destino”, cambiando el sentido de la expresión. Presentamos excusas al columnista y a los lectores.