Adolfo Mazariegos
Hace más o menos un año escribí y publiqué en este espacio, un breve artículo en el que hacía referencia a cómo durante los últimos quince años (quizá un poco más) se ha venido hablando en distintas partes del mundo de lo que para muchos es una crisis de la democracia. Me permito reescribir aquel breve texto, en virtud de los acontecimientos que en Guatemala y en otros países de América Latina han venido ocurriendo en las últimas semanas. Nos asombramos, por ejemplo, de cómo en Chile el aumento en el costo del pasaje del metro se convirtió en el detonante (detonador) para protestas populares que rápidamente fueron en aumento y que, como resultado, desnudaron una realidad más compleja y de raigambre más profunda en el marco de la convivencia social; en la forma de conducir el Estado; y en los modelos políticos actuales en términos generales. Ello resulta sumamente revelador e interesante, más allá de la discusión ideológica derecha-izquierda cuyas definiciones muchas veces desconocen quienes los utilizan como caballitos de batalla, e independientemente de la percepción que tengamos de la Democracia en tanto sistema mediante el cual se elige a quienes reciben el mandato de representación y dirección del Estado. En términos históricos, partiendo del inicio de las transiciones hacia la democracia, esta es una etapa realmente joven (cuarenta años, promedio). Sin embargo, vale la pena poner sobre la mesa, como factores de incidencia o como argumentos teóricos para la discusión con base en la necesidad de repensar los modelos y planteamientos vigentes desde América, la permeabilidad de las instituciones del Estado y el aparecimiento de actores que hace cuarenta años no existían o que por esos años apenas empezaban su incursión en los escenarios sociopolíticos y económicos globales. Asimismo, se hace necesaria la discusión acerca de la corrupción como elemento incrustado en la estructura misma del Estado, dados los alcances y efectos evidentes de esta. Por otra parte, los sistemas de partidos que han dado muestras de susceptibilidad alarmante ante dicha corrupción y ante la nefasta visión (por denominarle de alguna manera) de convertir el ejercicio de la política y los partidos políticos mismos, instituciones que por antonomasia son los vehículos a través de los cuales se accede al poder gubernamental en los regímenes democráticos (y por consiguiente a la función pública) en finalidad, con propósitos personalistas y clientelares, más que en un medio en función de la consecución del beneficio colectivo, lo cual hace que la razón fundamental de su existencia se vea seriamente cuestionada. No es casualidad que varios países latinoamericanos estén teniendo serios problemas en sus sistemas políticos actuales y estén padeciendo los síntomas de esa aludida crisis de la democracia cuyo denominador común pareciera ser el descontento popular ante la corrupción y ante una clase política aparentemente inmune a los efectos de las demandas ciudadanas. No es casualidad, por supuesto. Y bien vale la pena considerarlo, seriamente.
