Mario Alberto Carrera
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Hablar sobre el consumo de drogas (entorno a las políticas gubernamentales para impedir su cultivo y preparación química, su tráfico, su venta en grande o al menudeo pero, sobre todo, alrededor de las causas de su consumo ancestral y del porqué los narcótico causan tanto placer y adicción) es una tarea tan tenaz y, asimismo tan absurda por impenetrable hasta el fondo, como el absurdo camino de Sísifo subiendo la roca hasta la cima y ésta cayendo irremediablemente para que el castigado tenga que volver a treparla eternamente.
Las drogas se consumen porque al principio de su uso son deliciosas, porque nos causan alucinantes placeres y nos transportan a edenes que nos resarcen de una vida llena de represiones, frustraciones y mediocridad. Y acaso porque hasta nos ponen en contacto con Dios o con los dioses como el peyote sagrado de Mesoamérica. Ninguno es inocente en este terreno dionisíaco porque la droga que más consumimos en el mundo entero, pero con especial fruición y dedicación en Guatemala, es la cerveza, los rones y los aguardientes, uno de los psicotrópicos más potentes que se conocen. Al alcance de la mano, sin receta.
El uso, abuso, distribución y adicción a los psicotrópicos no va a desaparecer ni va a disminuir su empleo ni en Guatemala ni en el mundo, porque la causa es eterna, en el seno de la frustrante vida del hombre. Al contrario, cada vez se consumirán más. La razón por el que su demanda aumenta en vez de mermar es debido a la condición existencial en un mundo miserable y desesperanzador. El peor de los mundos posibles, según Voltaire y el mejor de los mundos posibles, según Leibniz. La gente tiene que asirse ¡a algo!, en un planeta anegado de miseria, de hambre, de guerras, de sórdida lucha de clases como el nuestro, donde habitan legiones de gente sin tierra y sin expectativas, mientras otros llenan maletas y caletas con dólares a reventar, en elegantes residencia de La Antigua Guatemala. Y los GiammatteiFALLA -y Miguelito al canto en rol de constructor- ordenan carreteras a la carte para beneficio de sus latifundios.
En un mundo con tanta desigualdad y tanta corrupción, a toda escala, hay que agarrarse de algo o el desencanto y la desilusión nos podrían acercar siniestramente al suicidio. Surgen diversos refugios: la fe, las creencias, los dioses o acumular dinero en maletas antigüeñas. Hartarse en thanksgivin day o estar en facebook; e incomunicarse mediante graciosos emoticones que castran la inteligencia. Y lo mejor -o para mí lo peor-: la religión que es una alucinación compartida (Freud) y el opio de los pueblos (Marx); pero también el futbol alucinador con Maradona a la cabeza del pelotero delirio, ahora que ha sido conducido finalmente -en olor a cocaína, piquitos y extremidades sudorosas- a su gloriosa fosa bonaerense.
Para terminar de dibujar el cuadro paradójico y dilemático de la infelicidad humana -que se hace a las drogas para olvidar su destino- hoy se sabe que no es sólo el medio quien inclina al hombre a su consumo, sino que es también la genética: el informe que traemos en los cromosomas que define quién sí y quién no, será consumidor compulsivo.
El país más rico de la tierra (y el del capitalismo consumista más acendrado) es quien ¡insaciable! exige imperial el consumo sobre todo de cocaína que, a juicio de Freud -que la esnifó y la elogió por escrito- es el más eficaz antidepresivo.
¡Gran antinomia!, porque por su colosal riqueza debería ser Estados Unidos el más venturoso y dorado. Pero no lo es. Sino el más depresivo consumista de los edenes químicos que te elevan para después lanzarte en caída vertiginosa acaso sin recuperación.