Adolfo Mazariegos
Es prácticamente imposible no comentar, aunque fuere someramente, los acontecimientos que se han suscitado en Guatemala durante los últimos días, particularmente lo ocurrido durante el recién pasado y atípico fin de semana, que, sin duda, empaña el cristal con que suele observarse la frágil y largamente inalcanzada consolidación de la democracia en el país, y no por los reclamos ciudadanos que obviamente son lícitos y reiterados, sino por el abuso y la subestimación de que es objeto la ciudadanía (también reiteradamente) y que, como se vio hacia el final del sábado en esta ocasión, desembocaron en horas de ingrata recordación. En ese sentido, valga decir que uno de los mayores óbices (no el único, claro está) para la consolidación de la democracia, además de la corrupción que durante años ha venido permeando la estructura misma de los Estados en distintos países de América Latina, sea por el aparecimiento de nuevos actores cuyo poder económico y logístico va in crescendo innegablemente o por el deseo de enriquecimiento fácil a costa del erario público, sea por la incapacidad e ignorancia de los gobernantes acerca de lo que verdaderamente significa conducir el destino de un país, es el gravísimo error en el que suelen caer quienes, deslumbrados o desubicados, creen que el poder político, cualquiera que este sea, es eterno. Nada más alejado de la verdad. Y ejemplos de ello sobran hoy día en Guatemala. Nada es para siempre aunque a veces quiera creerse o hacerse creer lo contrario: ni el dinero, ni el poder, ni la vida misma que tan complicada la ha tenido mucha gente últimamente en el país por razones harto conocidas y que merecen un tratamiento aparte. Lo cierto es que abundan quienes creen que acceder al poder político (de más está decir que por un tiempo determinado y definido taxativamente en la Ley), es un boleto hacia el país de las maravillas en donde la política puede ser vista como una finalidad en sí misma y no como un medio a través del cual se puede cambiar para bien el futuro de un pueblo en su conjunto. Los acontecimientos del pasado fin de semana evidencian la fragilidad de la democracia guatemalteca. Un sistema político interno que indudablemente debe ser modificado y mejorado, muy a pesar de la falta de voluntad al respecto o de las resistencias sectoriales o particulares con las que el mismo pueda irse encontrando en el camino, algo que sin duda ocurrirá. Lo que sí debe quedar claro es que el autoritarismo, el abuso de poder y la incompetencia, no deben aceptarse ni deben ser considerados una opción, de ninguna manera. Eso sólo hará retroceder al país a etapas nefastas y oscuras de la historia que, a estas alturas, ya debieran estar superadas por completo.