Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

post author

Adolfo Mazariegos

En los días que corren, por razones más que conocidas y que quizá resulte ocioso mencionar, en mayor o menor medida todos hemos tenido que ir aceptando nuevas formas de convivencia y nuevas modalidades de proceder en sociedad. Hemos visto también, en ese mismo orden de ideas, cómo las premisas en las que se basa dicha convivencia social, en el marco del Estado, han sufrido algunos altibajos que nos remiten a eso que Rousseau denominó “el contrato social”. Una de tales premisas (y pilares de la democracia, tal como la conocemos hoy día y con base en esa idea rousseana), es la existencia de un poder soberano que recae en el pueblo, quien lo delega para su ejercicio en un grupo de individuos electos con tal propósito mediante un proceso eleccionario previamente establecido para ello. Existe, por supuesto, el ejercicio de la democracia directa o semidirecta, cuya utilización ha ido quedando en desuso por su poca funcionalidad en la práctica en virtud de que, en todo caso, podría utilizarse (por ejemplo) en pequeñas circunscripciones en donde la población (que no tendría que ser muy numerosa) con sólo levantar la mano podría votar a favor o en contra de determinadas propuestas; el conteo de votos en un caso tal sería fácil, y la aplicación de las disposiciones tomadas serían, en teoría, más ágiles (ejemplos de ello son la Landsgemeinde suiza o los cabildos abiertos, ambos prácticamente ya desaparecidos en la práctica). Sin embargo, sea cual sea la forma de tomar decisiones trascendentales como la elección de gobernantes y/o servidores públicos -en el marco de la democracia-, existe algo denominado «mandato», que es el punto de partida para el quehacer de todo funcionario y servidor público, incluyendo diputados al Congreso, ministros de Estado, Presidente y Vicepresidente del país. De ahí se desprende, justamente, el término «mandatario», que no es más que una suerte de permiso que los votantes otorgan a sus gobernantes para que puedan tomar decisiones en el ejercicio del poder gubernamental. No obstante, eso no significa que al mandatario (o mandatarios) se les haya transferido la soberanía del Estado, ese es un error en el que se suele caer (muchas veces inadvertidamente) y de lo cual se aprovechan muchos en la actualidad. Es importante hacer ver que al mandatario solamente se le transfiere la representación del Estado, pero ello conlleva ese «mandato» que le obliga a ejercer sus funciones en el marco de la ley, lo cual quiere decir que su poder sigue estando limitado por las normas que rigen a dicho Estado. En países como Guatemala -que no son monarquías-, el soberano es el pueblo, no el mandatario, por lo tanto, el pueblo “puede” poner la señal de alto a los desmanes de cualquier persona que, por muy alto que sea su cargo, quiera cruzar la línea y transgredir la ley. La democracia también representa un compromiso. Implica involucramiento, participación, conciencia y visión de largo plazo. No hay que olvidarlo, ni siquiera en tiempos de pandemia.

Artículo anteriorMás de 900 detenidos en protestas en Bielorrusia
Artículo siguienteEntre papanatas y delincuentes