Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Adrián Zapata

Mañana, cuando se publique esta columna, todos estarán hablando de las reñidas elecciones en los Estados Unidos, suceso de lo cual dependerá el futuro de esa potencia mundial y de los efectos en su “patio trasero”, donde lamentablemente nos encontramos nosotros.

Como todavía no se saben los resultados y siendo coyunturalmente impertinente, escribo en esta oportunidad sobre los santos y los difuntos, quienes tuvieron que pasar solos este año porque el distanciamiento social nos apartó físicamente de los muertos. Todos los años en estas fechas los acompañamos, pero ahora, por irónico que resulte decirlo, nos alejamos para no tener que acompañarlos.

La muerte es temida. Los humanos nos resistimos a aceptarla. Pero en algunos países, México y Guatemala por ejemplo, se intenta una relación con ella desde una perspectiva distinta, humanizando la muerte.

En el altiplano occidental de nuestro país se elevan gigantes y hermosos barriletes para ahuyentar a los malos espíritus y permitirle a los difuntos bajar a la tierra. Los vivos adornan las tumbas de sus seres queridos y los cementerios se vuelven lugares fastuosos con tantas flores. Vivos y muertos comparten la comida y las bebidas preferidas por quienes han partido. Esto, obviamente, este año no sucedió.

En México, esta celebración tiene un sabor nacional extraordinario. La “Catrina” se vuelve el personaje principal. Se convive con ella sin miedo, con alegría y hasta desafiando con buen y temerario humor su indiscutible poder mortífero. Allá, los altares de muertos son extraordinarias obras de arte y una expresión familiar llena de nostalgia, ese sentimiento que sustituye al profundo dolor que caracteriza el duelo y que lo cura, sin provocar olvido.

El día de los muertos es cuando quienes han partido pueden regresar, en un viaje que no depende, como cuando aún permanecían en este injusto mundo, de tener recursos para viajar. Ahora el retorno, que es tan sólo por un día pero tiene la intensidad del año entero, depende únicamente de que vivan en el recuerdo de los vivos que se quedaron esperando su turno de partir. Cuando ya nadie se acuerde de ellos, hasta entonces realmente morirán. Yo agregaría que espero que esta sobrevivencia allá en el mundo de quienes han partido dependa de que los recuerdos que dejaron no sean crueles para la humanidad. Suponemos, por lo tanto, que Trump no tiene espacio en esa trascendencia aunque haya sido y, dios no lo quiera, sea reelecto como Presidente del Imperio.

En Guatemala, en estas fechas también se come el famoso fiambre, una tradición que pueden cultivar aquellos que cuenten con los recursos suficientes para poder sufragar tan caro platillo, que los mestizos de clase media saboreamos tanto, a pesar de la cursilería de quienes se horrorizan ante la extravagancia de sus más de 50 componentes y el atentado que significa para la dieta sana que consumen con cotidiana obsesión.

Y, lo que resulta extremadamente incoherente y lamentable en este maravilloso contexto cultural es la irrupción del “Halloween”, ese producto enlatado que importamos y que al abrirlo salen telarañas artificiales y mujeres estigmatizadas como horribles brujas. Los pobres niños y niñas domesticados con este producto exótico salen a las calles a limosnear dulces, ¡como que no tuviéramos miles de niños mendigos diariamente!

Pero bueno, ahora mejor miremos hacia el norte imperial y vemos qué pasó.

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