Adolfo Mazariegos
En los días que corren es común que escuchemos hablar de “lo normal, la normalidad, la nueva normalidad, la normalización, vuelta a la normalidad, la otra normalidad, y un largo etcétera de presuntas normalidades” que no dejan de convertirse en una suerte de oxímoron por cuanto que, las más de las veces, representan contradicción u oposición con respecto a la realidad. No obstante, más allá de lo puramente coyuntural (me refiero a la pandemia que enfrenta el mundo entero y de la cual no escapa Guatemala, obviamente), hablar de lo que es normal o no, puede resultar un asunto subjetivo y controversial, en virtud de que lo normal para unos puede no serlo para otros, independientemente de la temática o del punto de vista desde el cual apreciemos las cosas, o del método (o mecanismo) que utilicemos para tratar de entender cada asunto desde un ámbito no legal. No deja de llamar la atención, sin embargo, ese proceso mediante el cual, en términos sociales, vamos aceptando o resignándonos a que ciertas cosas suceden porque asumimos que son normales, porque asumimos o aceptamos la “normalidad” de que así sucedan y que sencillamente así es como tienen que seguir sucediendo porque no queda de otra; nos resignamos a que las cosas no pueden cambiar para bien, para mejorar la vida sea individual sea colectiva dentro de un país… Nada más alejado de la realidad… Lo que sí es cierto, es que usualmente una cosa lleva a la otra, es decir, una cosa sucede como efecto de una causa y una causa puede convertirse también en un efecto (puede resultar confuso a veces, enredado, lo sé). En el campo del ejercicio del poder político, por ejemplo, vemos cómo cada vez con mayor frecuencia se “normalizan” nefastas prácticas que a más de alguien pueden parecerle comunes, aunque ello no signifique que deban ser aceptadas como normales. El popular dicho “robó, pero hizo obra”, es uno de los más claros ejemplos de ello. Valga decir que, en ese caso en particular, robar, hurtar o apropiarse indebidamente de algo, son todas acciones que constituyen delitos tipificados y penados por la Ley, por lo que normalizar el robo o cualquier delito asociado a los fondos públicos es un error que puede costar caro en términos sociales, como ya hemos apreciado a lo largo de la historia reciente. Por otro lado, el hacer obra, cuando se trata de un funcionario público o mandatario electo o nombrado para ello, es su obligación, no un favor ni una dádiva magnánima que deba presumirse como logro personal. Se agradece que las realicen con transparencia, con honestidad y con las características de durabilidad y funcionalidad en el tiempo, por supuesto, pero ese es otro cantar. La normalización de las cosas, cuando no deben ser consideradas como normales (muy a pesar de lo que para unos es normal y para otros no), es algo que, como sociedad, no debiéramos perder de vista en estos tiempos.