Alfonso Mata
A Mi padre no lo declaramos muerto por coronavirus ¡por babosos lo hacemos! La aldea se nos echa encima y Dios me guarde, el gobierno. Y ¿usted se contaminó? –claro tres días bien jodido con fiebre y dolor pero ni modo no reporte y fui a trabajar. A mi papá lo enterramos como muerto por infarto, tenía 74 años.
Tres mil doscientos y pico de muertos oficialmente y pongamos otro tanto no: cinco mil extra en menos de un año ¿Cómo afronta una sociedad semejante pérdida? ¡no es solo una ausencia! eso lo será para los políticos pero son cinco mil familias y eso si constituye una agujero en el tejido de la familia y la sociedad y en muchos casos con consecuencia graves.
La indiferencia ante la muerte no solo es de un político o gobernante y funcionario, es de toda una sociedad y sus distintos grupos. Que gran mentira eso de que el dolor y la desgracia une al ser humano; que eso une al país y sus grupos y da significado a las vida cuando sabemos que más de la mitad de dichas muertes, es debido a la irresponsabilidad mostrada por la ciudadanía al descuidar las medidas de prevención y lo más trágico, ello no ha aportado ni siquiera un gramo de formación de identidad y no se ha escuchado ni una palabra de consuelo y explicación. No ha habido ni un ritual, monumento, voz alzada de grupo alguno, para honrar y nombrar a los que han muerto pues “son muertes y ya”. En esta pandemia, el proceso de duelo ha sido detenido, inhibido y distorsionado de manera que no nos dejarán como individuos y como nación con un dolor no resuelto, que nos moldeará en los años venideros. No, al contrario, alimentará nuestra indiferencia ante la muerte y por lo tanto, ante el valor de la vida; sino que lo digan, esos miles de niños muertos por desnutrición y enfermedades infecciosas que acompañan a los de coronavirus.
Mientras estamos juntos en un dolor compartido de corrupción política, no hay manera de que hagamos conciencia y mucho menos reconozcamos, política y socialmente, a las comunidades marginadas que han sufrido una carga desproporcionada de COVID-19 y seguimos luego de más de medio años sin apoyarlas. La pandemia ha puesto de manifiesto las desigualdades que hacen que las minorías raciales y los grupos económicamente desfavorecidos sean más vulnerables al COVID y muchas otras enfermedades, pero eso “eso ha sido siempre así” – se dijo en el corredor del legislativo. El Estado incluso ignora quienes son los muertos.
Se entendía que los políticos, los funcionarios de salud pública y los proveedores de atención médica de la nación, debían conectar a las comunidades y familias vulnerables con los recursos de salud y económicos, asegurarse de que tengan información sobre COVID y trabajar en el cuidado de la salud y la sociedad en general. Estos pasos nunca se dieron como era debido. A medida que la pandemia continúa, el trabajo que hacemos para salvar vidas y evitar que más personas mueran ahora se hace cada vez mas de lejos y sin los debidos programas. Dentro de cinco años, el personal de salud, reportará en notas dramáticas científicas y periodísticas, las miles de vidas que se perdieron, ante el asombro de todos (todo nos asombra, pero nada nos conmueve, y menos nos lleva a actuar) No asombrará que la cifra vaya a ser cercana a la 10,000 muertes por la pandemia de COVID-19, sin que jamás se haya reunido alguien para honrar a los que han muerto.
Eso sí, diariamente se ven escenas de reuniones en calles y restaurantes con personas enmascaradas y desenmascaradas, cenando afuera y haciendo sus negocios diarios y divirtiéndose. Pero que se experimente una sensación de pérdida a gran escala, escenas diarias de funerales que marquen estas muertes, de eso nada. Sin embargo, el recuento de muertes aumenta a diario. La muerte ya no moldea nuestra vida. Somos un pueblo entumecido ante la vida y la muerte. Es hora que no solo nos planteemos la pregunta de quienes eran sino de ¿quiénes somos?