El llamado Centro de Gobierno se colocó en el ojo del huracán por su insolente rechazo a la fiscalización de la de por sí inútil Contraloría de Cuentas y, sobre todo, por su actitud desafiante y agresiva frente al escrutinio público realizado por los medios de comunicación. Obviamente el debate sobre esa instancia debe continuar aún con la enfermedad del Presidente puesto que estamos frente a un serio problema de administración que es el fiel reflejo de las constantes deformaciones que ocurren en el ejercicio de la función pública.
Es un hecho que en las altas esferas se toman muchas decisiones que nunca llegan a ejecutarse por las deficiencias de nuestra burocracia y que se pierden en medio de la falta de seguimiento, pero de eso a que por puro criterio de nepotismo se conforme una estructura que concentra todo el poder y en la que existen “asesores” que se convierten en supervisores del trabajo de los ministros, hay una gran diferencia.
Se ha comparado, con mucha razón, el funcionamiento del Centro de Gobierno, bajo la dirección de Miguel Martínez, con el papel que jugó Sandra Torres en el gobierno de Álvaro Colom, en el que se llegó a convertir en la persona más poderosa del país a la que le tenían que rendir pleitesía todos los ministros de Estado porque sin su apoyo y consentimiento nada caminaba con eficacia. En ambos casos resulta que el verdadero responsable no lo es legalmente y cargan con la pacaya los ministros que reciben órdenes, como pasó con el caso de Transurbano en el que todos los que firmaron el acuerdo en Consejo de Ministros están siendo procesados, mientras que quien les ordenó que firmaran no fue acusada en ese caso porque no hay documentos que la incriminen.
Lo mismo pasa ahora, cuando toda la administración pública se mueve al ritmo establecido por el Centro de Gobierno y todos saben que si quieren lograr apoyo para algo deben tener de su lado al titular de esa dependencia. Las disputas de poder en todos los gobiernos son inevitables y cuando existe un poder tan grande tras el trono, todo mundo sabe que es con ese poder que hay que pactar porque el apoyo presidencial, si acaso fuera necesario, dependerá siempre de lo que decida quien en realidad manda tras bambalinas.
Una cosa es dar seguimiento a las decisiones presidenciales y otra muy distinta es asignar el poder a una persona no electa que termina siendo mandamás, distorsionado todo el concepto del mandato democrático.