Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

[…] Trataba la semana pasada, en la primera parte de este breve texto, el tema de la institucionalidad de los partidos políticos en Guatemala, en tanto que forman parte obvia del sistema político del país, siendo estos (los partitos políticos), las organizaciones mediante las cuales, por antonomasia, se accede legítimamente al poder político del Estado, es decir, en los sistemas democráticos tal y como los conocemos y aceptamos hoy día. En tal sentido, es preciso observar que la institucionalidad de dichas agrupaciones debe nacer desde el interior de su propia organización. Muy poco es lo que puede hacerse en ese sentido desde afuera (salvo, por supuesto, aquello que está normado en el marco jurídico del Estado y que da vida a tales organizaciones, sumado a determinadas demandas ciudadanas que puedan ir en esa vía). La institucionalidad de un partido político va amarrada a la misión y visión de este, lo cual debe ser congruente con su ideología, con sus planes de trabajo y con sus objetivos. Guatemala ha visto desfilar por su escena política partidos cuya tendencia ideológica puede enmarcarse en un variopinto y a veces poco fundamentado abanico de posibilidades, es decir, “aparentemente” ha habido de todo. Sin embargo, una forma inadecuada de vestir a un partido político desde su nacimiento lo hace poco consistente en sus valores, poco realista, poco congruente con las necesidades y obligaciones que debe asumir, y, por supuesto, fácilmente permeable y susceptible a vicios de todo tipo, que, en la mayoría de casos, se constituye en uno de los grandes motivos que deterioran su institucionalidad. Los partidos políticos, en su mayoría, son creados y vistos como empresas, no como colectivos sociales mediante los cuales (como apuntaba en la primera parte de este texto) se pueden mejorar distintas áreas de la vida cotidiana de un país. La identificación que la ciudadanía ha manifestado por un partido u otro (por lo menos en los últimos 30 o 40 años) no ha sido tal, sino en todo caso, ha sido una suerte de “identificación” coyuntural con base en el clientelismo y populismo boyantes tanto de un lado del espectro político como del otro -hay que decirlo-. Para que un partido logre esa verdadera institucionalidad tan importante para la construcción de un verdadero sistema de partidos, estos deben democratizarse a sí mismos y promover verdaderos planes de país cuyos alcances vayan más allá de lo personalista, de lo clientelar, de la ambición de poder y de enriquecimiento fácil; más allá de lo puramente cosmético en el ejercicio de la función pública; debe fijarse metas para el bien común; formar a sus bases; ser transparentes en la ejecución de sus recursos, etc. Por supuesto, habrá excepciones, pero en términos generales, nos guste o no, esa es la realidad. Los partidos políticos en Guatemala no son vistos como verdaderas instituciones, y menos de derecho público… Sin duda, algo hay que hacer, urgentemente.

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