Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Algunos amigos y amables lectores me compartían sus recuerdos cuando recogían “chayes” jugando futbol o en excursiones escolares. Abundaban y por ser de vidrio son bastante resistentes al paso del tiempo. Pero ya no es fácil encontrarlos por causa del auge inmobiliario que ha engullido los espacios abiertos que había alrededor de la ciudad capital. Es que a lo largo de muchas generaciones, muchos siglos, en este mismo suelo por el que transitamos, vivieron millones de personas que también desplegaron sus vidas, sus afanes, alegrías y frustraciones, sus amores. Fueron seres humanos que tuvieron nuestras mismas necesidades básicas. Por eso, cuando tenga en sus manos uno de estos objetos negros haga un viaje místico y conéctese con una persona, igual que usted, que hace unos 5 siglos, o 10 siglos, o acaso más, tuvo en sus manos esa misma navaja y la estaba usando para cortar un pedazo de carne o partiendo una fruta. Alguien que nunca oyó hablar de “Guatemala” ni de “Jesús” pero estuvo por estos lares. Algunos chayes hasta tienen formas ergonómicas en que se adaptan fácilmente a la mano sin necesidad de mango.

Como nunca lograron desarrollar metales, la obsidiana o “taj” fue la herramienta imprescindible en muchísimos aspectos de la vida cotidiana. Ejemplos.

Domésticos: toda ama de casa usó esa navaja para cortar los tomates o la carne, pelar algunos productos vegetales. Despellejar los cueros y tajar la carne. Cosméticos: cortar el pelo, rasurarse, hacer colgantes y adornos. Artesanales: tallar madera, esculpir piedra caliza.

Agrícolas: cortar y sangrar los árboles, podar ramas, partir vainas como el cacao.

Cacería: para cazar y destazar animales. Bélicos: todas las puntas de flecha, de lanza; de atlatl y macanas (que eran mazos de madera en las que se hacían incisiones donde se incrustaba una serie de obsidianas filudas). Rituales: los sacrificios de animales y, sobre todo, lo que los frailes denominaron “el cuchillo del diablo” con el que perforaban abajo del esternón de las víctimas para extraer el corazón aún palpitante y así ofrecer a los dioses. No había forma más dramática, aunque sumamente cruel, que simbolizar la vida que un corazón palpitante. La vida y, obviamente, la muerte.

Algunos me preguntaron sobre el actual sitio de El Chayal. Como indiqué, el yacimiento está compuesto de unos 50 afloramientos de los que el llamado “La Joya” es el principal, algunos son muy pequeños o poco perceptibles. En otros la calidad del vidrio no es muy buena, como en la vera de la carretera del Atlántico, kilómetro 25, en donde claramente se aprecian las piedras negras que algunos viajeros se detienen a recoger. A pesar de la cercanía a la capital, en el lugar ya se empieza a sentir el clima cálido que es típico de la cuenca del Motagua, semiárido y cubierto de vegetación baja, arbustos espinosos y cactus. De esos afloramientos, el más destacado es el denominado La Joya en el que se aprecian las perforaciones y acumulaciones que los antiguos operarios hicieron. Lo que abunda es el material de desecho, esto es, las lajas que se iban desprendiendo cuando cortaban los módulos o empezaban a “desgajar” las diferentes navajas. Tanta es la escoria en esos lugares que al caminar se oye un ruido especial, pues se están dando pasos sobre muchas capas de vidrio acumulado, tal vez metros. En ese lugar se descubrió lo que se insinúa (muy pocos indicios quedan en pie) era un campo de juego de pelota, muy pequeño. En ciertos sectores el material cubre, literalmente, los rieles del que un día fue tren hacia el nororiente. Doble pecado histórico.

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