Factor Méndez Doninelli
Entre la indiferencia histórica del Estado y sus autoridades, la ausencia de legislación agraria, la venalidad de estamentos dentro del sistema de administración de justicia y el dominio de las élites neoliberales, la conflictividad agraria se agrava en Guatemala, un país centroamericano que según datos del último censo de población 2018, supera los 16 millones de habitantes con una sociedad multiétnica, pluricultural y multilingüe en la que se hablan 22 idiomas Mayas, más el Garífuna, el Xinca y el castellano, este último reconocido como idioma oficial.
La presencia mayoritaria de las etnias Mayas herederas de sus ancestros milenarios, son testimonio vivo de los pueblos originarios, de los habitantes que durante siglos vivieron en el territorio de Mesoamérica y que en el Siglo XV los invasores españoles usurparon por la fuerza mediante la ocupación de las tierras, el dominio, sometimiento y colonización de la población. Desde entonces, los territorios ancestrales de los pueblos originarios les han sido arrebatados con violencia extrema. Desde entonces, los indígenas y campesinos reclaman el acceso a la tierra para producir alimentos. Desde hace más de quinientos años debido al despojo, injusticias e inequidades, los indígenas y campesinos guatemaltecos en medio de las adversidades, la criminalización de sus luchas y la represión del sistema, continúan la lucha por la defensa del territorio y la vida.
En Guatemala, la tierra con vocación agrícola está concentrada en pocas manos, el 5% de la población la posee para explotar en su beneficio personal y está dedicada al monocultivo de caña de azúcar y palma africana con fines industriales. La extensión de la frontera agrícola dedicada a este tipo de monocultivos pone en riesgo la seguridad alimentaria de la población vulnerable.
Este país centroamericano tiene altas tasas de desnutrición crónica infantil, el 50% de los niños de 0 a 5 años la padecen, millones de personas viven en pobreza y extrema pobreza, en el quinquenio 2015-2020 la pobreza aumentó, hoy hay más gente pobre que hace 5 años. Esa situación se agrava aún más, por los daños colaterales por la pandemia de la covid-19, un ejemplo, el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) estima que por el confinamiento de casi cinco meses ordenado por las autoridades ante la emergencia sanitaria, se han perdido más de 630 mil empleos, agravando las condiciones económicas precarias en que sobreviven millones de habitantes, en particular en el área rural dónde es escaso el empleo, los servicios básicos como agua potable, energía eléctrica o centros de salud.
El desalojo extrajudicial sucedido el fin de semana anterior en Cubilgüitz, comunidad indígena Q’eqchí en Cobán, Alta Verapaz, es otro drama humano que retrata de cuerpo entero el calvario de las familias campesinas que como dije, es histórico sin que el Estado sea capaz de resolver a pesar que tiene el deber constitucional de velar y garantizar el bien común, así como proteger la vida, integridad y seguridad de todas las personas.
Es una historia que se repite en todos los Gobiernos, que tiene su origen en la invasión mercenaria de los españoles en 1492 y que se prolonga con Justo Rufino Barrios, quien en el Siglo XIX arrebató tierras a los pueblos originarios para concederla a familias de alemanes que ocuparon los territorios que hoy constituyen inmensas extensiones agrícolas de café y palma africana. Es la razón legítima de la conflictividad por el acceso a la tierra.