Víctor Ferrigno F.
Las recientes agresiones de la rancia oligarquía terrateniente –racista y violenta- en contra del movimiento campesino, en general, y contra miembros y comunidades q’eqchis en Alta Verapaz e Izabal, en particular, con el apoyo del aparato estatal y medios de comunicación, configura claramente una regresión al Estado finquero, donde impera la ley del monte, impuesta por señores de horca y cuchillo, como en el desalojo de Cubilgüitz.
La ofensiva sistemática para arrebatar las tierras ancestrales al Pueblo q’eqchi inició con el régimen liberal de Justo Rufino Barrios, 1871-79, durante el cual impulsaron políticas y leyes eugenésicas, mediante las cuales pretendían mejorar “las razas indígenas”, mezclándolas con las “razas blancas”, de origen centroeuropeo.
De esa cuenta, se aprobaron leyes que otorgaban a los extranjeros, mayoritariamente alemanes, toda la tierra que pudieran medir con un agrimensor, las cuales fueron inscritas en el Registro de la Propiedad Inmueble (RPI), violentando derechos de posesión y de propiedad de los pueblos originarios, muchos de las cuales contaban con títulos reales. De esa manera colisionaron dos sistemas de propiedad legal, haciendo prevalecer el liberal a sangre y fuego, particularmente en Alta Verapaz.
Durante el primer censo agrario, los liberales exigieron a los Pueblos originarios que hicieran valer sus derechos registrales en idioma español; con esa argucia legal, arrebataron más de la mitad de las tierras comunales indígenas, las cuales fueron entregadas a ladinos y extranjeros, para el cultivo de café, y emitieron leyes que obligaban a los indígenas a trabajar en las fincas. Así, la primera fase de acumulación capitalista del siglo XX se articuló sobre la caficultura, basada en la expropiación y acumulación de tierras, y en la sobreexplotación de la mano de obra indígena.
El régimen liberal creó la infraestructura necesaria para producir y explotar café, así como normas e instituciones para imponer su producción, tutelando incluso trabajo esclavo, mediante el Reglamento de Jornaleros (1877) y la Ley de Vialidad (Ubico, 1934).
Al aumentar exponencialmente el poder de los finqueros, creció su poder político. Como los Alcaldes no tenían salario, los finqueros los imponían y financiaban, pues también eran los encargados de administrar justicia. Así, controlaban el poder territorial y judicial en su ámbito de influencia. Después impusieron diputados y presidentes, dando lugar a lo que se conoce como el Estado finquero, una institucionalidad patrimonialista, al servicio de los terratenientes, que se nutría de prácticas cuasi feudales.
La Segunda Guerra Mundial rompió la hegemonía económica y política de los alemanes, y sus latifundios pasaron a manos de guatemaltecos, al amparo de un Estado corrupto que se los otorgó a precio de quemazón.
La segunda ofensiva para arrebatar tierras comunales se dio durante la guerra civil, durante la cual militares y terratenientes arrebataron e inscribieron anómalamente las fincas en el RPI, como hemos demostrado en múltiples litigios estratégicos.
Esta historia de racismo, despojo, corrupción e injusticia terrateniente, se concentró en la finca Cubilgüitz, de la familia Dieseldorff (nazis y racistas), de la cual fueron desalojadas violenta e ilegalmente, 40 familias de trabajadores que, desde hace más de 15 años, demandan el pago de sus prestaciones laborales. Los represores materiales fueron sicarios a la orden de César Montes, operador de finqueros en Alta Verapaz.
De nada sirvieron dos años de negociación, con participación estatal, y hasta el Juez de Paz se negó a tramitar un recurso de exhibición personal a favor de las víctimas. Los finqueros siguen imponiendo su ley, y la agresión a los campesinos sirvió para justificar la prórroga del Estado de Calamidad en la región. Así, en el culmen de la iniquidad, regresamos al Estado finquero, que creíamos superado con los Acuerdos de Paz.