Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
Ayer el coronavirus cobró otra víctima, esta vez una persona muy querida en toda la Antigua Guatemala, Roberto Godoy, el Gordo, persona excepcional de quien todo mundo decía que era un pan de Dios y yo le decía que no era así porque él era realmente un panote de Dios. Primos y compañeros de colegio en La Salle, con Roberto departí en mi juventud más que con cualquier otro familiar o amigo. En el último año de mi bachillerato mi madre decidió sacarme del internado para permitirme ir a vivir a casa de sus primos, Javier Godoy y su esposa Amabilia. Ambos eran parientes de mi mamá, Victoria Godoy Cofiño; con Javier por la relación que delata el común apellido y con Amabilia porque los Cofiño Durán y los Pellecer Durán también eran primos, relación que me unió con el mayor de sus hijos hombres, quien desde cuatro años antes era mi compañero de clase y de tantas aventuras con esa pandilla que fue muy intensa durante esos años en la vieja ciudad colonial.
A la casa de los Godoy Pellecer en la Antigua todos entrábamos como chucho por su casa porque la hospitalidad de ellos no tenía límite y de verdad acogían a mucha gente con cariño absoluto. En la enorme mesa del comedor fácilmente podíamos departir veinticinco o treinta personas y durante fiestas como la Semana Santa entraban y salían los visitantes que se gozaban no sólo el excelente sentido de humor de todos los integrantes de esa familia sino su extraordinaria bondad y afecto.
Roberto y yo fuimos compañeros de dormitorio en ese mi último año en la Antigua y aún recuerdo cómo cada mañana, muy temprano, entraba Amabilia al cuarto diciéndonos “hora de levantarse huevones” haciendo el ademán de que nos zamparía un par de escobazos si no respondíamos con prontitud. No creo haber conocido a otra persona con las cualidades de ella, todo el tiempo echando reata, desafiando sus problemas de salud con un rostro permanentemente alegre y siempre dispuesta a ayudar a quien tuviera cualquier necesidad. No se quedaba atrás su esposo, Javier (el Chino), uno de los transportistas más importantes de la Antigua en esa época, tenía una importante flota de camiones que recorrían las distintas carreteras transportando toda clase de producto, pero de manera muy especial el azúcar, tarea en la que Roberto empezó a ayudarle cuando aún no habíamos terminado el colegio.
Nunca supe por qué, pero me atrevo a decir que más de un centenar de niños antigüeños eran sus ahijados y siempre estuvieron allí para cumplir con lo que sentían que era su obligación como padres espirituales de esa nutrida patojada. Roberto era, junto a su primo hermano Franz Burmester, mucho más que un amigo. Fueron realmente como verdaderos hermanos para mí en esos años de lejanía de mi propia familia, impuesta por la determinación de mis padres de enviarme a un internado para “enderezar el rumbo”, cosa que gracias a los hermanos de La Salle y a mis muchos amigos y parientes antigüeños creo que algo lograron.
La semana pasada supe de su enfermedad y por varios días me ilusioné al recibir las noticias de Ana Lucía, su esposa, relatando lenta pero esperanzadora mejoría. El fin de semana fue de silencio y ayer en la mañana supe que Roberto había muerto en el intensivo por complicaciones respiratorias. Devastado, mando un abrazo a su familia a la que, como pasa ahora, no podemos acompañar, especialmente a su esposa, sus hijos y sus muy queridos hermanos.