Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Hace dos o tres años participé en un par de actividades organizadas por personas de distintos sectores de la sociedad. Aquellas actividades se llevaron a cabo en la misma semana (por eso las recuerdo bien). La primera fue con un grupo de estudiantes universitarios; la segunda, con miembros de una organización ciudadana que amablemente me invitaron a un conversatorio acerca de la actualidad nacional de esos días. En ambas hubo alguien (varias personas, a decir verdad) que, parecían confluir en un mismo punto: la soberanía del Estado. Ciertamente, parecía haber alguna confusión con respecto a determinar quién es el soberano. En los días que corren, y dada la actual coyuntura global en la que muchas cosas parecieran tener interpretaciones disímiles y quizá equivocadas, oportuno resulta refrescar, someramente, esa importante temática. A saber. En un sistema republicano, con régimen presidencialista, y en el ámbito de la «democracia representativa» -como es el caso de Guatemala, según la Constitución Política del Estado-, la soberanía radica en el pueblo, quien la delega para su ejercicio en los tres Organismos de Estado cuya separación de poderes es una de las características fundamentales del sistema: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, que por ley tienen prohibida la subordinación entre sí (Véanse: Artículos 140 y 141 de la C. P. R.) Además, cuando el ciudadano, como parte del pueblo, -y éste como parte de la población, que es uno de los elementos indispensables para la existencia del Estado-, a través de su voto delega la parte de soberanía que le corresponde, también está dándole un «mandato» a los gobernantes y funcionarios para que puedan ejercer sus funciones en el ámbito de sus competencias. Pero he ahí, justamente, donde empieza cierta confusión: un mandato no es un otorgamiento de poder absoluto. Preciso es tener claro que el soberano sigue siendo el pueblo, no el gobernante, éste, en todo caso (y cualquier otro funcionario público) no es más que un depositario de dicha soberanía y sigue estando supeditado, quiera o no, al cumplimiento de sus funciones con observancia y cumplimiento de la ley. Un presidente no es un monarca, sino un mandatario. Es decir, la persona a quien a través del voto se le ha dado el mandato de representar al Estado como cabeza de gobierno, encargado de bien administrar los bienes y recursos estatales por un tiempo limitado. Los funcionarios públicos, por lo tanto, no son dueños del cargo, ejercerlo debiera ser un honor, no una prebenda, y sin importar si fueron electos popularmente, nombrados o designados, tanto unos como otros, están obligados a llevar a cabo sus funciones a conciencia, con transparencia, en función de un fin común y rindiendo cuentas, tal como indica la Ley suprema del Estado. No se debe confundir al soberano, sus derechos y obligaciones, ni al gobierno con el Estado, que aunque están íntimamente ligados, no son sinónimos uno del otro. Vale la pena recordarlo, especialmente en estos días de incierta coyuntura global.

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