Carlos Rolando Yax Medrano

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Carlos Rolando Yax Medrano

Son las 21:04 horas en Madrid. Un grupo de jóvenes universitarios latinoamericanos recién salieron de clases y están en la parada de bus “Velázquez-Goya”, es la primera vez que van a usar el transporte público en España. El cartel electrónico indica que podrán abordarlo en dos minutos, hay una fila y no hay policía. La alegría los distingue de todos los demás, al final de la jornada parecen ser los únicos en toda la ciudad que no están cansados. De repente la charla y las risas son interrumpidas. ¿21:06? ¡El bus ha llegado! La puntualidad parece increíble para quienes, culturalmente, no están acostumbrados. El cartel electrónico vuelve a indicar que podrán abordar el siguiente en dos minutos. El asombro es tan grande que deciden esperar para comprobarlo. Casi tan pronto como el reloj marca las 21:08 horas, se abren las puertas y la entrada desciende en caso de que una persona con discapacidad esté esperando. Entonces, sacan su tarjeta prepaga y se disponen a abordarlo. El boleto para un solo viaje en bus tiene un costo de 1.50 euros pero con el “abono joven” por 20 euros tienen viajes ilimitados, en cualquier bus y en Metro, durante 30 días.

Dos personas en pie, todos los asientos ocupados. A los costados dos rótulos: “100% eléctrico” y “cero emisiones”. La mexicana recuerda “el camión”, el guatemalteco recuerda “la camioneta”, el salvadoreño recuerda “el bus” y la dominicana recuerda “la guagua”. En sus países todo es muy diferente, estarían a bordo de una chimenea con ruedas desbordada de pasajeros hasta por las ventanas. Nadie había estado nunca en un medio de transporte colectivo que se preocupara tanto por el medio ambiente y las personas. Seis minutos y cinco paradas después suena por el altavoz “Velázquez-López de Hoyos”, el viaje ha sido cómodo, pero es hora de terminarlo. Se abren las puertas, desciende la salida del bus y al mismo tiempo lo hacen ellos. El riesgo es una costumbre, en América Latina algún imprudente podría pasar como si se tratara de un cuarto de milla. Deciden esperar a que el semáforo indique que pueden cruzar los peatones, aunque en el horizonte no se vea ni un carro. La noche es oscura y la calle es solitaria, pero una inusual sensación de tranquilidad y seguridad los acompaña.

En la mañana se dirigen de nuevo a clases. Son las 7:30 horas y esperan gustosos, por primera vez, el bus en la parada. Sin embargo, todo es diferente a la noche anterior. Hay gente en todas partes. Una mujer corriendo por ahí, un hombre montando bicicleta por allá, una pareja de ancianos tomados de la mano y la mayoría de las personas dirigiéndose a su trabajo. De repente, una imagen difícil de olvidar porque es también difícil de encontrar, al menos en América Latina: cinco niñas y niños caminando, solos, uno detrás de otro. Con la escena entenderían algo que cambiaría para siempre sus vidas y su forma de pensar la movilidad. ¡El peatón tiene la vía! Las ciudades deben construirse para el peatón, los espacios deben construirse para quienes caminan. Tres kilómetros separan el origen y el destino de los jóvenes universitarios latinoamericanos. Disponen de media hora para llegar. Entonces toman la decisión natural: van a caminar.

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