Carlos Rolando Yax Medrano
La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades. Con este principio, la Organización Mundial de la Salud reconoce la importancia del cuidado del cuerpo y de la mente de las personas para alcanzar la felicidad y garantizar la vida, no sólo en el ámbito individual sino también en el colectivo. Sin embargo, la salud es uno de los más grandes problemas del Estado guatemalteco. Asumir tal fracaso es el primer paso para comprender por qué no se ha logrado la paz y la seguridad de los pueblos en Guatemala.
Una de las causas del colapso del sistema de salud son los recursos que se le destinan. El promedio del gasto en salud para América Latina y el Caribe como porcentaje del Producto Interno Bruto es del 7% pero en Guatemala el gasto en salud solo representa el 5.8% del PIB, el más bajo de Centroamérica. Asimismo, el promedio del gasto en salud de los gobiernos en América Latina por cada persona es de USD 179.00 pero en Guatemala el gasto en salud del gobierno es de tan solo USD 35.00 por cada persona, el valor más bajo de la región latinoamericana.
Otra de las causas del colapso del sistema de salud es el acceso al seguro social. En 2017 la población económicamente activa era de aproximadamente 6.7 millones de personas. Sin embargo, más del 70% de las personas trabajaba en el sector informal de la economía y por lo tanto no eran cubiertos por el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, es decir, más de 4 millones y medio de personas que trabajaban no tenían acceso al IGSS. Así, millones de personas trabajadoras fueron excluidas del seguro social y trasladadas a las instituciones del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social, uno de los peores del continente.
El servicio de salud pública ya estaba en ruinas. Millones de personas han padecido durante décadas los efectos de un sistema que, por corrupción y falta de inversión, en lugar de proteger vidas humanas ha acabado con ellas. Sin embargo, la crisis global ocasionada por el COVID-19 ha obligado a darle importancia a un problema que había sido deliberadamente ignorado. Hospitales sobrepoblados, personal sin recibir su salario, pisos inundados, pacientes tendidos en el suelo, carencia de medicamentos; escenarios inhumanos que han sido normalizados.
Quien teniendo el problema en frente lo niegue, no será a falta de ojos para verlo sino de corazón para sentirlo. El doctor que ante la enfermedad recete a todos contagiarse, habrá abandonado la salud y la vida del enfermo como la primera de sus preocupaciones y por intereses particulares habrá utilizado sus conocimientos médicos contra las leyes de la humanidad. El presidente que en la catástrofe se aproveche de los ciudadanos, habrá incumplido la Constitución, desacatado sus deberes y agredido el bien más sagrado del Estado.
La lección que debiese haber sido aprendida, tras más de 16 millones de contagios en todo el mundo, es que la salud pública debe ser una prioridad de Estado. No importa dónde ni cuándo sea pronunciada esta verdad: la salud pública debe ser una prioridad de Estado. En los recursos públicos debe dársele prioridad a la salud, para que sea de acceso universal y gratuito. A quienes argumentan que sin economía no hay salud, sépanlo: sin vida no hay economía y sin salud no hay vida.