Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Adolfo Marroquín Pivaral

En mí columna publicada la semana pasada, hice ciertas comparaciones entre el presidente Donald Trump y el dictador alemán Adolf Hitler. Considero prudente, nuevamente, destacar que no coloco a Trump en la misma categoría de Hitler, pero hay alarmantes señales autoritarias en el presidente estadounidense que también manifestó el dictador alemán. Afortunadamente, en la actualidad Estados Unidos presenta (todavía) una armazón institucional de frenos y contrapesos que constriñe el populismo de Trump. Pero el error más grande que se puede cometer en una democracia es darla por sentada, ya que la libertad conlleva su eterna vigilancia.

Es interesante analizar la forma en que Hitler llegó al poder en 1933 y compararlo con la sorpresiva victoria electoral de Trump en 2016. Hitler, contrario a lo que suele creerse, era poco conocido en Alemania. No fue sino hasta 1923, cuando realizó su fallido Putsch y terminó encarcelado que empezó a ser conocido. Su fallido golpe le dio un aura de héroe entre las clases populares y de clases medias alemanas, que lo veían como alguien ajeno a la clase política tradicional y como alguien antisistema capaz de “regresarlos a la grandeza”. Su posterior llegada al poder se llevó a cabo por medios democráticos, pero sobre todo, por la alianza fatídica de las élites tradicionales alemanas con el emergente poder nazi. Estas élites vieron en Hitler, quién era cada vez más popular, una marioneta manipulable para sus propios intereses. Creían que al darle el puesto de Canciller (como efectivamente lo hicieron), ellos tendrían el poder tras bastidores. Vayan si estaban equivocados…

Trump comenzó a subir como la espuma en popularidad entre aquellas clases bajas y medias estadounidenses que se sentían traicionados por las promesas de la globalización, por el sistema, por las élites, por Wall Street, entre otros. La popularidad de Trump, al igual que Hitler, se basó en que eran vistos no solo ajenos al sistema, sino antisistema (con la particularidad de que Trump, a diferencia de Hitler, nació perteneciente a la élite). Las élites republicanas al principio no se tomaron en serio a Trump, pero cuando vieron que les podía ser útil, comenzaron a apoyarlo. Creyeron que si llegase al poder, sería fácilmente controlable. Gran error de cálculo…

Ambos se caracterizaron por usar frases grandilocuentes como “Devolver a la grandeza” a sus respectivas naciones. También coincidieron en utilizar todos en sus manos para mitificarse como únicos capaces de salvar a sus países. Hitler dijo que solo él podía salvarlos del comunismo y del Tratado de Versalles, mientras que Trump ha dicho que solo él puede “drenar el pantano” que lastra la política y la economía estadounidense y que solo él devolverá al país a su antigua grandeza. Ambos no tuvieron escrúpulos morales a la hora de tergiversar los hechos. Hitler constantemente mentía en sus furibundos discursos, probablemente la mentira que más le ganó popularidad en un inicio fue repetir hasta la saciedad que en la Primera Guerra Mundial “Alemania no fue vencida en el campo de batalla, sino traicionada en la retaguardia por judíos y socialdemócratas”, una burda mentira con nefastas consecuencias.

El Washington Post hizo su propia investigación y afirma que Trump, en 827 días ha mentido o dado afirmaciones dudosas en más de 10,000 ocasiones. Lo que da un promedio de 12 afirmaciones dudosas al día. Trump no ha tenido ningún escrúpulo a la hora de tener que decir cualquier cosa, con tal de ganarse el apoyo de las masas. Al final, como dijo el genial y macabro propagandista nazi, Joseph Goebbels, estos políticos se aprovechan del “Miente, miente, miente…una mentira repetida mil veces se transforma en verdad”.

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