Víctor Ferrigno F.
Ahora que nuestro pueblo se bate contra las pandemias del Covid-19, la impunidad, la corrupción y el hambre, necesita un mensaje que le de aliento y esperanza; que mejor pendón que el conocido verso de Julia Esquivel, Florecerás Guatemala. Miles de gentes han oído el esperanzador aserto, pero ignoran al generoso espíritu que le dio origen, y que hace un año trascendió.
La teóloga, poeta, escritora y luchadora social, Julia Esquivel, nació en el Valle de la Esmeralda, en San Marcos, y desde muy joven inició su andadura contra toda forma de opresión y discriminación. Por ser mujer, no le fue fácil acceder a los estudios teológicos, por lo que tuvo que emigrar a Costa Rica, al Seminario Bíblico Latinoamericano, y después al Instituto Ecuménico de Bossey, en Suiza. En ese país, en 1994, recibió un doctorado honorario de la Universidad de Berna.
Su vasta labor académica incluye la escritura de siete libros, conmovedores poemas, e innumerables ensayos y conferencias, pero es como defensora de los derechos humanos que alcanzó su mayor proyección social; fue “una mística con los pies en la tierra”. Nadie, que la haya tratado, se escapó del influjo de su mente inquisidora y de su espíritu libérrimo. Nada humano le era ajeno y, de una inexplicable manera, a todo su accionar le supo imprimir una dosis de amor, aun cuando nos riñera.
La conocí a mediados de los años 70, en la época de Diálogo, la revista cristiana ecuménica, que llamaba tanto a la oración como a la acción. Desde entonces destacó su afán pedagógico-liberador, el cual ejercía sin pedantería, predicando con el ejemplo, y con una generosidad sin límites.
Ya en aquella época batallaba contra las jerarquías patriarcales enquistadas en las iglesias, en las organizaciones sociales y en el movimiento revolucionario. Demócrata convencida, todo lo debatía y se rebelaba ante las imposiciones y el autoritarismo, lo que le causó amargos reveses e injustas marginaciones. Pero ella no cedía; aferrada a sus principios y a su fe inquebrantable, fue un ejemplo vivo de consecuencia y perseverancia. Fue una mujer testimonio, que no se daba ni nos daba tregua. Se cuestionaba y nos cuestionaba, retándonos, convocándonos a la resistencia, a la lucha, a la vida, a la libertad.
De fuerte carácter y de una franqueza legendaria, supo, sin embargo, ser un polo de unidad, tanto en los planos religioso como político, pero sobre todo, en el ámbito humano. Instaba a jóvenes y viejos –principalmente a las mujeres- a rebelarse ante las injusticias, ante el machismo y ante las verdades hechas, las cuales abatía sin piedad.
Luego de dos intentos de secuestro y múltiples amenazas, y después de la Masacre de la Embajada de España, sale al exilio, a Suiza. Lo vivió como un doloroso desgarre. Como el de la mujer parturienta que deja en el terruño sus entrañas, mientras trata de rehacerse en el extranjero. Con apoyo de organizaciones cristianas y de sectores eclesiales, trabaja y participa en las sesiones de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, donde presenta denuncias e informes sobre masacres, asesinatos, torturas y desapariciones forzadas en Guatemala.
Todo esto la desgarra y la vacía, pero se recompone. Años después me advirtió: “una no debe dejar que las injusticias, el dolor y la impotencia la vacíen. Para poderse dar al prójimo, hay que estar pletórica de amor, de fe y de esperanza”.
Luis Cardoza y Aragón, en la presentación de Florecerás Guatemala, escribe sobre la autora: «Pensé que no había escrito sino un solo poema (…) Un mismo poema en donde la oigo sollozar su plegaria, estremecida de espanto y furia santa. Veo que llora, que la estrujante tragedia de Guatemala no la olvida nunca. Julia es testigo de esa tragedia, y es ejemplo de fidelidad, de lealtad y bondad (…) Julia nos ha enseñado a llevar nuestra tierra en el corazón.»