Eduardo Blandón
En la era del libre mercado, donde tal utopía es posible, ni los creadores la tienen fácil ni los consumidores están libres de dificultades. Cada vez se cumple más el dogma según el cual todo lo que toca el capitalismo lo destruye. Así es, sin más. Nunca como hoy los artistas han estado sujetos a la ley de la oferta y la demanda con tal de sobrevivir en el estado salvaje de nuestros tiempos.
De esta manera el ejercicio creativo se ha vuelto venal, operando no conforme a criterios estéticos, sino con fines de lucro. Se rebaja la calidad porque es necesario llegar a los compradores, la masa con poder adquisitivo urgida de productos de consumo fácil, inmediato, liviano. El imperativo es divertir a una sociedad que se aburre con facilidad, sensualista, lúdica, pero sobre todo hedonista.
Sí, no es fácil para un director de cine ser fiel a sí mismo. Entregar un filme pulido, crítico, inteligente. ¿Quiénes lo consumirían? Se arriesgaría incluso su permanencia en cartelera, su acceso a la industria (Netflix, por ejemplo), el reconocimiento en general. Así, la realidad se impone. No queda otra que, en el mejor de los casos, salvar la idea del guion con rellenos de lo que se sabe espera el gran público.
Lo mismo sucede con la literatura. No es tiempo para clásicos. Hay que buscar fórmulas para llegar a la gente. La industria editorial arriesga poco, necesita sobrevivir, lucrar y, si se puede, eventualmente dar espacio a textos mejor elaborados. Incluso los grandes son tentados por el mercado. No es casual, por ejemplo, que algunos filósofos y sociólogos, opinen presurosos sobre la pandemia, el futuro de la economía y la transformación de la sociedad después del Covid-19.
Los creadores (algunos) no se toman su tiempo, están urgidos por la industria. Por ello, a ese ritmo, no faltan en los anaqueles de las librerías, naturalmente, con obras cada vez más flojas, recicladas y llena de obviedades. El mercado sabe lo que se consume y con esa brújula corteja a los novelistas y poetas que ya conocen también la fórmula para satisfacer las necesidades de lectura. Todo un fiasco.
¿Qué queda por hacer? Como siempre se impone la crítica. Más allá de conocer cómo funciona la industria del espectáculo, corresponde una práctica rebelde que no solo la denuncie, sino que la asuma en la cotidianidad. A los creadores les toca, por su parte, oponerse a lo que parece un destino (o así nos lo hacen ver) en el que prima el capital. Se impone la voluntad que resiste y propone valores alternos al servicio de la inteligencia de la comunidad.