Eduardo Blandón
Salvo excepciones, la mayor parte de los políticos que laboran en la administración pública, son despreciables. No lo son como personas, porque como seres humanos (para su fortuna) tienen garantías, pero sí como sujetos de baja catadura moral. He conocido a algunos antes de ser diputados o funcionarios públicos y puedo decir que llevaban la corrupción en la sangre.
Y algo tiene el Estado (lo sabemos, es el dinero) que al final los personajes que suelen ser más inmorales terminan en sus estructuras. Así, se juntan los expoliadores, a veces sin conocerse, para formar bandas delincuenciales que se enroscan en función del latrocinio vulgar. Por ello son, como dicen las Escrituras, legión, enquistados en el Congreso, en el Ministerio Público, en el Ejecutivo… hasta el más recóndito espacio de la esfera pública.
A veces la prensa se concentra en la corrupción de los gobernantes, pero olvida (esas omisiones siempre serán sospechosas), la inmoralidad de los demás funcionarios públicos. No olvide, por ejemplo, los negocios que se hacen desde el Ministerio de Comunicaciones, el Ministerio de la Defensa y otros organismos del Estado que sirven para enriquecer a sus responsables.
La corrupción es un cáncer para todos los Estados del mundo. La diferencia consiste en que, mientras en algunos países es castigada con más o menos rigor, en otros se tolera burdamente a causa de una sociedad desorganizada. Una comunidad donde sus líderes o bien son parte de la corrupción (pensemos por enésima vez, por ejemplo, en la inmoralidad de la banca y el sistema financiero que roban a mansalva blanqueando dinero y esquilmando a sus cuentahabientes) o, atomizados, son inefectivos para combatirla eficazmente.
Una prueba de que se puede luchar contra la corrupción la ha dado recientemente Francia (sin que esto signifique que sean ejemplares). Como se sabe, el exprimer ministro francés, François Fillon, malversó fondos públicos -1,5 millones de euros-, a través del trabajo ficticio ofrecidos a su esposa y a sus dos hijos. Fillon fue declarado culpable y condenado a cinco años de prisión -dos de obligado cumplimiento-, 10 años de inhabilitación por el empleo ficticio de su mujer, Penelope, en la Asamblea Nacional, y el pago de una multa de 375 mil euros. Su esposa ha sido condenada también a tres años de cárcel exentos de cumplimiento. Los hijos no han sido juzgados.
¿Cómo es que los franceses son tan osados al poner tras las rejas a un político con pedigrí? Podemos hacer hipótesis. Quizá tengan una sociedad no habituada a la delincuencia de sus burócratas, intolerantes al robo, con sensibilidad para no soportar el descaro de sus dirigentes. Probablemente el ánimo de lucro sin medida, fuera de los límites legales, está debidamente frenado entre los empresarios por un sistema legal difícil de viciar. Asociarse en bandas quizá no sea tan fácil para corromper el corazón de Estado.
El resultado de una acción como esa, en el mar de abandono y desprotección social francés, no hace sino recuperar mínimamente la confianza en el Estado. Elevar la moral y dar esperanza. Es lo que necesitamos en Guatemala, signos, acciones efectivas, que nos devuelvan la fe en un sistema que ahora lo damos por perdido a causa del pacto de corruptos entre los delincuentes del gobierno y muchos empresarios y líderes amparados en la impunidad.