René Arturo Villegas Lara

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René Arturo Villegas Lara

En San Juan Puerto Rico las casas de los barrios de clase media, después de la acera y unas verjas de hierro, luego de un pequeño jardín con planta del trópico, las casas tienen un portalito para dos sillones de mimbre, en donde los viejos suelen salir por las tardes a “tomar el fresco”, con el periódico en mano para leer las noticias de la mañana o simplemente para abanicarse y mitigar el calor. Algo así sucedía antes en las casas de los pueblos antiguos de Guatemala, que regularmente tenían un corredor, no el del patio de adentro, que era obligatorio, sino el de la orilla de la calle, en donde los abuelos se sentaban luego de quemar la basura de la calle, a ver pasar a la gente y saludar a quienes le daban las buenas tardes. Las casas que estaban alrededor de las plaza o parques, era obligado que tuvieran corredor con sus pilares de madera y sus bases de piedra labrada, que los chuchos callejeros utilizaban orinar con una para levantada. Así es todavía en la Antigua Guatemala, que tiene tres corredores o portales alargados, con poyos en el Palacio de la Gobernación, para que vecinos y fuereños se sienten a ver transcurrir la mañana; el bello corredor del Palacio de los Capitanes Generales y los otros que circundan la plaza y que utilizan comerciantes de cualquier cosa. En mi pueblo, Chiquimulilla, el parque apacible de entonces, poblado de limonarias que perfumaban con sus azahares todo el ambiente de junio y julio, estaba rodeado de tres corredores: en el norte, el corredor de Pretti, un ciudadano italiano que fincó su vida en estos umbrales a fines del siglo XIX; en el poniente el segundo corredor de Pretti, con su casona de dos niveles, cuyos pilares servían para para jugar a la virada cuando llegaba la Semana Santa o para jugar con chapas de cera negra; en el sur, el corredor mi tía María, dueña de un caserón de tres niveles hecho totalmente de madera de cedro y que construyó don Antonio Martínez, esposo de mi tía, cuando vino de España, también en el siglo XIX, y que después mi tía la convirtió en la famosa Pensión Lara. Por ser de madera toda la construcción, en el silencio de las noches uno escuchaba que tronaban las gradas y suponían que se trataba espantos y aparecidos como solía decirme la Aurelia, para meterme en miedos. Alguna noche que dormí en esa casa escuché los ruidos, pero no vi a los espantos. Esta casona tenía una bodega oscura y contaban que allí se fabricaba vino de marañón en toneles de roble, anisaban el guaro que producían los Fernández en la destilería de Cuilapa y sirvió de refugio a los unionistas cuando en 1920 erar perseguidos por las huestes liberales de Estrada Cabrera. Al Poniente, el corredor de la municipalidad con el mismo estilo colonial y el atrio de la iglesia que alguna vez fue la catedral del sur, destruida por el terremoto de Cuilapa y Barberena que sólo respetó la cúpula que cubre el altar mayor. Era una belleza el parque de mí pueblo, con su kiosco en el centro para las arengas de los políticos y sus corredores que el tiempo se encargó de desfigurar, quedando solo el corredor del lado norte, el de Pretti, atiborrado de negocios que destruyeron su encanto romántico de los siglos XIX y XX, dejando ser corredor. Hasta el parque está encerrado con una verja de metal. Por el lado poniente, del otro lado del parque, rumbo al cementerio, estaba la casa de Tuno, en donde tenía su beneficio de arroz, con un corredor sobre una altura de unos cuatro metros y que servía para las coronaciones de las reinas de la feria de mayo, que también desapareció y hasta aplanaron el promontorio para construir un centro comercial. Yo vuelvo a mi pueblo bastante seguido, no a lo que es ahora, no en la realidad, sino al pueblo que yo recuerdo en mis prosas mundanas; el que yo viví en mi infancia y en mí adolescencia; al pueblo que ya sólo existe en mi memoria, que es real en mis recuerdos y en mí imaginación.

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