Luis Fernández Molina
Érase una vez una ciudad fortificada que estaba emplazada en el cruce de las rutas comerciales más importantes de la antigüedad. Del sur al norte enlazaba a Egipto con el imperio Hitita, del oriente procedían las caravanas desde Persia y la India y conectaban con los barcos del mar Mediterráneo. Era por lo mismo una posición estratégica y muy disputada a lo largo de los siglos; en constantes guerras fue cambiado de manos. Por eso la edificaron en lo alto de un cerro y estaba protegida por gruesas murallas de cinco metros de ancho y siete de alto. Era casi inexpugnable y los atacantes, antes de presentar ataque frontal, preferían sitiar la ciudad para que sus ocupantes se rindieran o murieran de hambre o enfermedades.
En la época de las cruzadas, un ejército invasor desplegó campamento frente a las murallas. Los pobladores sitiados evaluaron varias alternativas. La posibilidad de negociar fue descartada ya que no contaban con argumentos válidos para poner sobre la mesa y desconfiaban de la palabra de los invasores. Era un enemigo histórico e imprevisible (COVID) con el que se repetían las masacres y había muchas revanchas.
Salir y enfrentarlos era la siguiente opción. Pero tampoco la aprobaron porque perdían la gran ventaja de su ubicación. Al salir abrían las puertas y arriesgaban que se pudiera filtrar el enemigo. Tampoco había garantía en el arrojo y la destreza de los soldados ni certeza de cuántos eran los invasores (¿y si tenían respaldos en las cercanías?). El desconocimiento era total. Era mejor quedarse atrincherados (cuarentena) y aguantar a que pasara el peligro. Pronto ellos se aburrirán o quedarán sin suministros. Todos estaban de acuerdo y, sobre todo, estaban muy unidos. Consideraban que había suficientes reservas de agua, cereales, ganado menor para un tiempo. Había almacenes públicos y bodegas particulares también. Otro dato refrendaba la decisión de esperar: se decía que un ejército aliado iba en camino de Jerusalén y vendrían en su apoyo. Todos esperaban que llegara ese alivio (la vacuna).
Pasaron los días. Una semana, dos semanas, tres semanas … y las cosas seguían igual salvo, claro está, que se vaciaban las despensas. Algunos vigías detectaron movimientos en el campamento invasor. Aseguraron que algunas unidades “se están retirando”, tal fue la nota esperanzadora. “Si quedan pocos saldremos a combatirlos” tal el grito de estímulo que compartían.
Como el cerco se fue raleando algunos pobladores se arriesgaron por extravíos a cazar animales en el barranco que estaba en la parte norte. No todos regresaron. Tampoco llegaban noticias de los ejércitos cristianos que vendrían en su rescate.
Pasaron otras 3 y 4 semanas y 5. Más de dos meses de encierro. Se empezó a demarcar divisiones entre los sitiados; entre aquellos que en sus casas guardaban suministros y los que nada tenían. La unión granítica se empezó a fraccionar. El acomodo y resignación de los tiempos normales tapaba muchas fisuras sociales y ahora, en tiempos críticos, empezaban a asomar. Empezaron los roces y aumentaron los robos, especialmente de víveres. La tensión llegó a un punto de quiebre. Las reservas de alimento daban para 10 días pero el agua solo duraría 5.
El encierro ya no se consideraba una opción. “Mejor morir luchando que morir de hambre” fue el nuevo lema. Decidieron que al día siguiente saldrían a dar batalla. Antes del alba los vigías divisaron algunas fogatas en los cerros del sur. No sabían si eran ejércitos cristianos o musulmanes pero la decisión ya estaba tomada. Con las primeras luces saldrían a por sus vidas.