Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Adolfo Marroquín Pivaral

Corría el mes de septiembre de ese año 2019 cuando realicé que el mundo de la educación media no era el mío. En ese preciso punto del año los dos grados que estaban bajo mi responsabilidad, IV y V bachillerato, estaban en el tramo final de sus años escolares y yo tenía sentimientos encontrados por dos razones. La primera era que estaba muy satisfecho y feliz porque iba a presenciar a mi primera (y única) promoción graduarse del colegio, lo cual hasta la fecha me hincha el pecho de orgullo. La segunda razón es que estaba sumamente triste por dejar a mis estudiantes de IV bachillerato, no sería yo quien iba verlos crecer en su último año escolar.

Ya corría un rumor de que yo no estaría el año entrante en el Montessori, y recuerdo que una estudiante se acercó y me dijo “Gustavo, aguanta solo un año más, para que nos puedas acompañar en nuestro último año”. No está de más decir que por dentro el corazón se me estremeció de tristeza, ya que durante ese año que pude ser su profesor (he llegado a pensar que 1 año escolar puede equivaler a 1.5 años normales) viví toda tipo de experiencias positivas y no tan positivas que me cambiaron para siempre. Y ahora, estaba por despedirme de ellos y quedarme con la esperanza de volver a ver a algunos cuando llegasen a la universidad.

De ninguna manera quiero pintar esta historia de color rosa y que lleguen a pensar que era igual de querido en los casi 180 estudiantes que tuve. Estoy seguro de que muchos no me pueden ni ver en pintura, pero eso es parte de lo que involucra ser maestro y mentor: tratar de influir destinos y vidas con la limitada propia experiencia que uno como ser humano tiene. Y en ese día a día en el colegio hubo momentos de enojo, de frustración, pérdidas de paciencia, malas caras, etc. No exageraba en mi columna pasada cuando dije que muchas veces mis días se asemejaban a un campo de batalla.

Con V bachillerato fue un verdadero desafío, ya que debía ganarme la confianza y respeto de estudiantes que estaban en su último año y que lo último que querían (de forma comprensible) era conocer profesores nuevos. Todo lo que querían era graduarse y punto. Creo que muchas veces era más fácil encontrar un diputado honesto que dar una clase de sociales en el último periodo de clases de un día determinado. Pero a pesar de todo, fue un privilegio cada día que estuve con ellos, les tengo un cariño que no puedo expresar.

IV bachillerato me robó el corazón. Si bien hicieron que tenga más canas para alguien de mi edad, descubrí que ellos me enseñaron más a mí de lo que yo hubiese podido enseñarles a ellos. Pude ver el progreso intelectual y emocional de muchos de ellos y no podía más que sonreír y agradecer de tener la buena fortuna de dedicar mi vida a lo que me hace sentir vivo: ser profesor.

Cuando finalmente llegó el día de la despedida, les escribí una carta que les leí a todos frente al aula de IV “C”. Fue muy duro tener que decirles que no estaría con ellos en su último año, y que después de todo lo que pasamos juntos, no sería yo quien lo viese graduarse. Pero les agradecí de corazón haberme involucrado en sus vidas, en sus sueños e ilusiones. Esta vida es tan corta y el universo tan vasto, que aun así haber coincidido en este mundo fue una fortuna que jamás me cansaré de agradecer.

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