Mario Alberto Carrera
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Situemos al año 1980 como hiato en cuya cúspide triunfa explosivo el
IVH y/o SIDA que solamente fue plenamente identificado por Luc
Montagnier en el año de 1983. De modo que hace 40 años que
empezamos a sufrir el virus de inmunodeficiencia adquirida que se
cruza –hoy- con el corona virus 19 (creo que sin bautizar con nombre
propio) como sí lo llevan otras infecciones. Me refiero a un nombre
como el sarampión o la varicela.
Durante estos 40 años he visto caer a muchas víctimas de las dos
enfermedades, sin que las víctimas puedan saber bien cómo es su
enemigo mortal que, de pronto nos envuelve dentro de su capa que
porta la muerte, de manera exponencial, con subibajas temporales.
Pero sin que nos abandonen de verdad. “Disfrutamos” aún del SIDA
–no lo olvidemos nunca porque es incurable. Sólo se han descubierto
“cocteles” de medicamentos en su contra que se ingieren cada día y el
día que nos se toman, adiós a la vida que es arrebatada por la
soberana voluntad de un noúmeno que nunca sabremos ni quién ni
cómo es, pues sólo nos es dable conocer -de él- los fenómenos. Esa
es la pesadilla de la condición humana: el saber, el conocimiento, la
cognición de uno mismo que nos da la conciencia y, con ella, el
entender que estamos vivos sin conocer –en cambio- para qué o con
qué sentido. Lo que produce una confusión mental que nos puede
llevar hasta la psicosis. Paliada, en la mayoría de humanos por la fe
religiosa, que les ofrece un nuevo Paraíso en el cielo, después de una
muerte ingrata sobre todo procurada por los virus ingobernables, que
no mueren como las bacterias por la magia de los antibióticos que
llegaron (no seamos engreídos) sólo hace unos 80 años, el doble de
los 40 que arriba evoco.
Para mí no es ajeno el clamor y los llantos de los deudos que quedan
sin seres queridos por efecto –hoy- del virus con corona (la corona del
triunfo y la victoria) sobre el hombre que se cree el rey de la
¿Creación?, en un mundo que él está extinguiendo ¡en sólo 4 mil años
de “cultura” y “civilización”! Ha bastado ese pequeño lapso para
destrozar un edén precioso, que acaso ha sido -por la misma razón
destructora- criadero de bacterias, hongos y virus que matan al animal
lo mismo que al humano. Porque ante la muerte no hay rey ni villano.
Sólo cuerpos que devorar y pueblos y naciones enteras que consumir
¿o acaso no se lanza la hipótesis que sostiene que los mayas –y su
cultura y sus maravillosos templos y palacios- se extinguieron por la
mano tremendista de algún virus o bacteria?
40 años enredados en mis manos cansadas y agotadas de ver la
victoria de la muerte -a la que tanto tememos- como si el mundo fuera
un espacio vacunado contra la amargura de saberse sólo polvo (“mas
polvo enamorado”, como diría Quevedo) intrascendente polvo humano
que ¡terco! quisiera ser inmortal como los dioses.
Con esta cuarentena que estamos viviendo y experimentando como si
estuviéramos en plena Edad Media por causa del coronado virus
(emperador invisible que triunfa sobre nuestra carne altiva y
vanamente vanidosa de cara a fenómenos que acaso el hombre nunca
podrá vencer y que pueden vencerlo –en cambio- de un plumazo) no
debemos ni podemos olvidar que somos nada y que nada podemos
contra el desconocido noúmeno kantiano. Acaso dios, acaso nada.
40 años sufriendo dos fuertes pandemias que, victoriosas, nos hace
inclinar la testuz y arrodillarnos en nuestro propio tufo y vanagloria. 40
años con el dolor inmenso que, encontrarnos con la muerte, nos
provoca.