Doña Juan expresó a La Hora las cómo se ha complicado su situación económica para salir adelante. Foto La Hora/José Orozco

No es pecar de agoreros ni fatalistas, pero obviamente vivimos en un país donde el caso de Juana Maldonado Chacaj no es extraordinario ni aislado. Ayer publicamos el drama de una mujer que se “gana la vida” (suena a ironía de verdad) vendiendo dulces en el centro urbano con un ingreso de unos treinta quetzales diarios que le sirven para “mantenerse” ella y a sus dos hijos pequeños, “ganancia” que ha desaparecido como producto de las medidas que se tuvieron que adoptar por la presencia del coronavirus en el país y que redundan en una disminución drástica de la actividad económica. Ahora no le salen las cuentas para pagar el cuarto en el que viven ni para comprar la comida (que nunca fue suculenta) para ella y los niños.

Y precisamente el problema está en que no se trata de un caso aislado sino que se repite a lo largo y ancho del país. El impacto económico de la pandemia es mundial y nosotros lo sufrimos también, con el agregado de que en Guatemala tenemos realidades que son mucho más graves porque por años hemos convivido con condiciones de miseria diseminadas que no llegan ni siquiera a convertirse en objeto de la atención de la llamada opinión pública porque nos enredamos en asuntos que parecen más importantes y trascendentes que el drama diario que viven millones de personas como doña Juana. De hecho, y no nos cansaremos de repetirlo, se libran de esa situación los que tuvieron un pariente que tuvo la osadía de emigrar para correr grandes riesgos y así alcanzar un trabajo que le permita enviar dinero mes a mes.

Uno de los temas en los que más se redunda en estos días es la vuelta a la normalidad, pero tenemos que preguntarnos si será justo que en el esquema que se propone aceptemos esa clase de normalidad o si este inesperado momento que vivimos tiene que entenderse como una necesaria pausa en la que también debemos revisar algunos de nuestros comportamientos que nos hacen indiferentes ante el drama cotidiano de tanta gente.

No es cuestión de ideologías ni radicalismos sino simple y sencillamente de la necesaria humanidad que debemos tener para sabernos colocar en los zapatos de otra gente. Una sociedad inspirada en el cristianismo, que predica que todos somos hijos de Dios y por lo tanto hermanos, no puede endurecer su conciencia para ignorar esa realidad ni mucho menos pretender que regresemos a ese mundo en el que, así como se vio normal la corrupción, se asume también normal tanta miseria.

Redacción La Hora

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