Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Marroquín Pivaral

Con el título de esta columna hago alusión a cuando Julio César cruzó en 49 a.C. con sus legiones el río Rubicón, que era la frontera de Roma en esos momentos, y selló así su destino. El río era un símbolo importante en el derecho romano, ya que ningún general o cónsul le estaba permitido cruzar dicho río con sus legiones en su camino hacia Roma, sin convertirse antes en enemigo número uno de la república. Se dice que el mismo Julio César pronuncio la bien conocida frase “Alea iacta est.”, la suerte está echada…

Algo similar sucedió en mi vida en el 2019. Me vi ante la necesidad de tomar una decisión que venía a representar el Rubicón, ya que estaba cerca de llevar a cabo un proyecto que implicaba irme a vivir a la Antigua Guatemala para administrar el futuro negocio o aceptar una oferta de trabajo como profesor en el Colegio Montessori. Ambas posibilidades me asustaban y representaban cargas de ansiedad que nublaban mi criterio. Iba a tener bajo mi responsabilidad a casi ciento ochenta estudiantes bajo mi responsabilidad, y eso había que agregarle que serían adolescentes de hogares acomodados.

En ese momento lo sentí como si de la noche a la mañana a un enfermero lo pusiesen a realizar una operación a corazón abierto o si a un soldado recluta fuese puesto al mando de una división en el Día D. Pero el haber tenido bajo mi responsabilidad a más de un centenar de adolescentes repartidos en dos grados ha sido, por mucho, una de las experiencias más gratificantes y retadoras de mi vida. Aprendí a conocer las mentes y espíritus de mis estudiantes. Aprendí a descubrir las motivaciones y miedos que poseen a esa edad, aprendí a escucharlos y brindé mi apoyo y consuelo no como profesor, sino como alguien que se esforzaba por comprenderlos. Poco a poco me fui ganando la confianza de mis estudiantes, paulatinamente abrían sus sentimientos para compartirlos conmigo y cuando podía, los aconsejaba a la luz de mi propia experiencia.

El mundo de la educación escolar puede ser tan rígido que a veces olvidan que tienen seres humanos en formación que necesitan tanto o más apoyo emocional que académico. En este mundo, les encanta planificar hasta el más mínimo detalle en complejos formatos de planificación trimestral, que llegan a olvidar que no hay un día igual a otro dentro de un aula y que la realidad diaria con adolescentes no se puede planificar en una oficina.

Pienso que yo me gané el respeto de mis estudiantes al ellos ver la pasión que transmitía al dar mis clases, sobre todo con temas históricos. Pero considero que me gané sus corazones al saber escucharlos, al hacerles saber que estaba ahí más como un guía para sus vidas que como profesor de un grado escolar. Me los gané más al alimentar y darle alas a sus sueños que enseñarle a rajatabla la importancia de la Constitución de Guatemala. Claro que no fue fácil, hubo veces que me dieron ganas de arrancarme el pelo o de llorar de frustración porque determinado día no había fuerza sobre la faz de la tierra que los hiciese comportarse en clase. Muchos días eran auténticos campos de batalla donde reinaba el espíritu de “sálvense quien pueda”, pero muchos otros tuve la oportunidad de que hablaran conmigo en los recreos y me mostraran quienes realmente eran ellos en su interior. Lastimosamente, el mundo escolar no era el mío y quería regresar a dar clases en la universidad. Despedirme de mis alumnos ha sido una de las situaciones más tristes de mi vida, pero esto lo contaré en la segunda parte de esta columna.

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