José Carlos Gª Fajardo
Estaba el anciano paseando junto al río y se asombraba de la destreza de un pescador al lanzar su red redonda al aire. ¡Iba llena de armonía en su movimiento! Sonreía el Maestro cuando el pescador, cubierto por un simple taparrabos, sintió una cálida frescura en su espalda y volvió el rostro en dirección a la orilla. Los dos se miraron y se sonrieron complacidos.
En esto, llegó Sergei, apurado como siempre, y dijo al anciano:
– ¡Qué contrariedad, Alma noble! Resulta que el Abad tiene la importante visita de un magistrado de Pekín que insiste en saludarte antes de regresar a la Corte. Y el Abad te ruega que lo atiendas, aunque sea unos minutos.
– ¿Pero no estábamos esperando al peregrino? – preguntó el Maestro.
– Eso me atreví a decirle yo al Abad – respondió compungido el rapaz -.
El Maestro se echó a reír y le preguntó con algo de sorna.
– ¿Y qué te respondió el Abad, Sergei?
– Me dio un bastonazo, y me espetó: «¡El peregrino puede esperar porque tiene todo el tiempo del mundo! Su Señoría es esperado con urgencia en la Corte».
– ¡Sergei! No tienes por qué imitar la voz del Abad. Eres incorregible. Pero, anda, vete en busca de Su Señoría y hazlo pasar a mi cabaña. Dudo de que fuera capaz de disfrutar de esta puesta de sol. El pescador se inquietaría.
– ¿Qué pescador, Venerable señor?
– ¡Cualquier buscador, Sergei, cualquier buscador! La verdad es que el Abad no hace más que enviarme mensajes de que el aparente peregrino es en realidad una persona excelente y de que mejor podría alojarse en el monasterio.
– ¿Por qué, mi Señor?
– ¿No ves lo rico que es en tiempo? ¡Tiene todo el tiempo del mundo!
– ¡Pero si el tiempo no existe, Maestro! Tú dices que lo vamos haciendo.
– Por eso, zorro de la estepa, por eso.
Sergei se fue volando para acompañar al gran magistrado que tuvo dificultades al recoger su ampulosa túnica para caminar por el estrecho sendero de guijarros que conducía al Maestro. Cuando llegó ante la cabaña, miró al asistente que le indicaba la entrada con la mano. El alto mandarín tuvo que inclinarse para poder entrar y, al ver al anciano sentado tejiendo un cesto, no pudo contenerse y mirando las desnudas paredes, exclamó:
– Maestro, ¿dónde están tus muebles?
– ¿Dónde están los tuyos, noble Magistrado?
– ¿Los míos? Pero si yo sólo estoy de paso. No voy a llevar mi morada a cuestas. El viaje requiere ir ligero de equipaje.
– Lo mismo me sucede a mí – respondió con una amplia sonrisa el anciano que vio alejarse con tristeza al noble mandarín de la Corte.