Luis Fernández Molina
La crisis que nos empieza a azotar (hoy es la salud, seguidamente la economía y después lo social) ha sido un vendaval que ha desnudado muchas de nuestras carencias. Salen a flote muchas creencias, costumbres, normas sociales y legales, que se han mantenido sumergidas pero ahora, que están a la vista, son objeto de escrutinio. Creímos que eran buenas pero no se habían sometido a estas exigencias. Se cuestiona así la solidez de nuestro andamiaje político social para enfrentar esta crisis y, sobre todo, para consolidar el esfuerzo de reconstrucción, esto es, si son herramientas idóneas para la titánica empresa que tenemos adelante. Entre estas están las leyes laborales y nuestro enfoque de las mismas.
Para empezar pregunto: ¿se debe pagar el salario del mes de abril en una empresa que se ha visto obligada al cierre? ¿Se puede pactar que se haga el pago de la mitad? ¿Son viables los acuerdos calificados como suspensión “individual” total? ¿Se pueden tomar días de vacaciones a cuenta de las obligadas inasistencias? La suspensión “colectiva” total (SCT) tiene validez ¿Desde qué momento? ¿Corresponde a los empleadores “informar” a la IGT o bien deben esperar que dicha dependencia “autorice” la SCT? Suponiendo la vigencia de una SCT ¿Se puede trabajar algunos días mientras dure la suspensión? ¿Debe el IGSS hacer pago “por suspensión”? Cualquier jurista, juez o empresario debería tomar el código de trabajo y sacar las respuestas en blanco y negro. Después de todo las leyes están para resolver las diferencias (no para aumentar la confusión) y en ese contexto el derecho laboral –que cubre un área muy sensible–, como toda rama del derecho, debe ser preciso y brindar una respuesta (que se cumpla o no es otra historia).
La legislación laboral surgió hace unos 200 años en los cinturones industriales de Europa, producto del reclamo de las clases proletarias (más del 80% de la población) en contra de los abusos que se dieron bajo el supuesto de la “libertad de contratación”. La Revolución Industrial cobró irrefrenable impulso cuando se empezó a aplicar la fuerza del vapor a la producción fabril, allá por 1850. Se repetían los excesos en las factorías. “Abusos” dirían algunos o “explotación” otros. En todo caso, los hubo, no tiene caso negarlo. En ese entonces emergió, justo en su momento histórico, el derecho laboral cuya principal vocación era la protección del trabajador; por eso cualquier estudiante de derecho repite como mantra que es un derecho protector o tutelar. Congruente con ello se establecieron algunos frenos para limitar los excesos en la prestación de los servicios; entre esos topes estaban la jornada máxima (10 y después 8 horas), vacaciones anuales obligatorias y remuneradas (de 8, 10 y luego 15 días), el séptimo día también remunerado, las licencias de enfermedad (luego de maternidad), garantías en el pago de salario, entre otras disposiciones que después se han ido desarrollando.
Ahora bien, para que esos frenos fueran efectivos (y no lo soslayaran los empleadores) debían de ser imperativos y rígidos. Por eso la CPRG, artículo 106: “Son nulos ipso iure, y no obligarán a los trabajadores (…)” Las negociaciones, por muy de buena fe que sean, que conlleven la disminución o afectación de un derecho laboral básico, serán nulos. Al principio de “tutelaridad” se adiciona el principio de “irrenunciabilidad” (o inflexibilidad). (Continuará).