Luis Fernández Molina
Qué lejos se escuchan los gritos de “goooooool” e, in crescendo: “gooooooool de Messi”. Parecen campanadas que vibran en la hondonada del barranco con ecos que se van desvaneciendo con la distancia y el tiempo. Y nuestra exaltación por el gol, enardecida por un ingenioso engranaje publicitario que infla artificialmente nuestras emociones. Un aparato que se encarga de rellenar aquellos vacíos que dentro de nosotros mismos hemos ido dejando abandonados. Creíamos entonces que esos partidos eran parte vital de nuestra existencia; pendientes estábamos esperando el juego del miércoles; a ver si el Barca va a derrotar al Nápoles o si el Real remonta en Manchester. De repente la crisis apagó las luces de La Liga, la Champions, nuestra Liga Mayor, las grandes ligas, la NBA, etc. Ahora nos preguntamos si merecían el tiempo y la carga emotiva. Lo propio cabe decir de las películas y series de streaming que antes llenaban nuestras tardes aburridas pero que ahora nos parecen sosas, insípidas, puro material de relleno (salvo algunas destacadas excepciones).
Ahora todo ello nos parece tan lejano y ajeno, como construcciones de cera que se van derritiendo ante los rigores que nos ha impuesto la ruda realidad. Las grandes pantallas que ocupaban nuestra atención se van reduciendo y en su lugar emergen otras figuraciones de situaciones más importantes. La agitación provocada por la crisis ha dado lugar a que se reacomoden las prioridades. Encerrados en casa, nos vemos obligados a vernos constantemente en los espejos nos devuelven una imagen que a veces nos parece fastidiosa. Con todo, la crisis es una gran oportunidad para reacomodar en su justo lugar cada una de las preeminencias de la vida y nuestro lugar en el universo.
Para empezar nosotros, los “amos de la creación”, nos damos cuenta que en realidad no lo somos. Hace 4 siglos nos demostró Galileo que la tierra no era el centro del universo, ni siquiera centro del sistema solar. Dos siglos después Darwin nos probó que solo somos una etapa en la incesante evolución, unos primates pensantes con superior capacidad intelectual pero animales después de todo. Nuestra arrogancia nos llevó a pensar que podíamos doblegar a la naturaleza; los avances en ingeniería genética nos permitían jugar a ser dioses y manipular a los futuros seres humanos; la inteligencia artificial nos prometía un incremento exponencial en nuestro dominio del entorno; nuestra tecnología espacial nos acercaba al planeta Marte y el uso de las nuevas energías nos auguraban menos fatigas. Bien por la persistencia de nuestra especie, pero en nuestra soberbia nos olvidamos que en el mundo –y acaso en el cosmos—no estamos solos.
Han estado siempre, y antes que nosotros, inconmensurable cantidad de seres vivos, desde grandes animales (que nos hemos ocupado de extinguir) a formas de vida invisibles a nuestros ojos y hasta entes que se ubican en la frontera entre la materia y la vida como los virus. ¡Vaya forma de recordarnos su presencia!
Dura lección la presente, que no estamos solos y que, además, los humanos compartimos una esencia común que va más allá de las nacionalidades, las etnias, las culturas, las posibilidades financieras, el conocimiento. Compartimos esa expectativa frente a la incertidumbre del día de mañana y conforme los rigores de esta prueba a que estamos sometidos así se irán ordenando las nuevas prioridades –comida, trabajo, orden público– hasta llegar, Dios no lo quiera, a cuestionarnos la razón última de estar vivos.