Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Hace algunos años comentaba (quizá en este mismo espacio) que hablar de la desigualdad en Guatemala le puede parecer a más de alguien un asunto trillado; un asunto del que mejor no hablar porque tal vez así es mejor…, quién sabe. A mí, sin embargo, me sigue pareciendo un asunto ajado en las páginas del tiempo y de la historia por la que vamos transitando a veces sin percatarnos siquiera de ello; algo que suele apreciarse como desde una ventana lejana a la que muy pocos se atreven a acercarse para ver a través de sus empolvados cristales, no sólo para observar el panorama, sino para hacer, quizá, algo al respecto. La evolución histórica del Estado guatemalteco presenta particularidades que de alguna manera se mantienen en el tiempo, y que han ido delineado un azaroso camino que, en honor a la verdad, no ha sido ajeno al resto de América Latina y que ha llevado a sus Estados a convertirse, por el devenir de esa misma historia y por sus propias particularidades individuales, en los países a los que a alguien, en algún momento, con justificación o no, se le ocurrió llamar tercermundistas primero, subdesarrollados o en vías de desarrollo después. En tal sentido, independientemente de las causas o razones que puedan esbozarse, justo es reconocer que no todos los Estados se han desarrollado ni se siguen desarrollando al mismo ritmo ni con las mismas tendencias. En el caso de Guatemala particularmente, a nivel de gobierno, muy poco se ha hecho a través del tiempo para reducir esa desigualdad que ha mantenido al país con bajos índices de crecimiento y desarrollo desde hace mucho tiempo. Las políticas públicas en materia de economía (principalmente, aunque no con exclusividad, ciertamente), erróneas o mal intencionadas, no solo han permitido el aumento de esa desigualdad de por sí nefasta, sino que han provocado asimismo y lamentablemente, bajos niveles de crecimiento en términos generales. Y en esa dinámica, nos hemos ido acostumbrando a una suerte de cultura casi generalizada de “luego vemos cómo lo arreglamos” abriendo agujeros por aquí y por allá para tapar algunos otros más por allá, y así sucesivamente. La desigualdad no se combate aprovechándose de los demás, ni de los fondos públicos, ni con ofrecimiento insulsos, vacíos y clientelares; la desigualdad se combate con verdaderas acciones enfocadas al bien común, con educación, con salud, con empleo digno bien remunerado, y no con acciones que por el contrario socavan la confianza, las capacidades y potencialidades de la gente (el mayor activo del que puede disponer una sociedad). Por ello, es menester que el ejercicio político-gubernamental de cualquier Estado tenga, como uno de sus elementos principales e ineludibles, no solo la generación de “correctas” políticas públicas, sino también una adecuada implementación y seguimiento de estas. La desigualdad es un asunto serio, delicado, costoso para los Estados a largo plazo. En Guatemala existe notablemente. Y preciso es tomar acciones concretas al respecto…, en el buen sentido de la expresión, claro está.

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