Grecia Aguilera
El lunes 27 de enero de 2020 se conmemoró en todo el mundo el 75 aniversario de la liberación, por soldados soviéticos, de las personas que permanecían en el terrible cautiverio del campo de concentración nazi de Auschwitz. En Polonia el solemne acto fue realizado precisamente en ese campo de concentración, en donde todavía se lee en la entrada la inscripción “Arbeit macht frei” que significa el trabajo libera. Al acto asistieron más de doscientos supervivientes y fue dirigido por el presidente Andrzej Duda, quien declaró: “Estamos aquí ante ustedes, honorables supervivientes, para asumir de nuevo, en presencia de los Testigos del Holocausto una obligación: pensar en los que perecieron, en ustedes que han sobrevivido y en las generaciones futuras… En el 75 aniversario del fin simbólico del exterminio, seremos testigos de la verdad. Juntos llamaremos a la paz, la justicia y el respeto entre las naciones. ¡Eterno recuerdo y reverencia a las Víctimas del Holocausto!” Auschwitz fue un conjunto de campos de concentración y de exterminio que fueron construidos en 1940 por la Alemania Nazi luego de la invasión a Polonia en 1939, estaban ubicados en el poblado de Oswiecim a unos 45 kilómetros de la Ciudad de Cracovia. Auschwitz fue declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad en 1979 “por ser uno de los lugares de mayor simbolismo del Holocausto.” El acto conmemorativo del lunes 27 de enero me hizo recordar al superlativo violinista Yehudi Menuhin (1916-1999), quien durante la Segunda Guerra Mundial colaboró con las fuerzas aliadas, utilizando su virtuosismo musical para aliviar el estado espiritual de los soldados, que vivían reclutados en los campamentos del frente de guerra. Una de las obras que con frecuencia interpretaba para ellos era el “Ave María” de Franz Schubert. Menuhin sentía que en verdad tocaba el corazón de los combatientes, quienes no sabían cuál iba a ser su destino. Esta experiencia fue esencial para él porque tuvo un acercamiento directo con el público. Estaba ya escrito que Yehudi Menuhin iba a ser un músico universal y a la vez un gran conciliador, al respecto él mismo relató en algún momento la siguiente anécdota: “Me pusieron nombre antes de mi nacimiento, mi destino estaba sellado ya antes de que naciera. Mi madre buscaba un apartamento algo más grande, cuando sintió que yo venía en camino; mis padres asistían a la universidad en Nueva York y fue en el Bronx cuando finalmente hallaron un hermoso lugar, perfecto, lleno de luz, muy limpio, muy agradable. Mi madre estaba por firmar el contrato cuando la buena señora, al querer promocionar de más el apartamento dijo: ‘Y le agradará saber que no aceptamos judíos.’ A lo que mi madre respondió: ‘Pues en ese caso no podemos aceptar, porque somos judíos.’ Posteriormente mi madre aseguró: ‘Cuando este niño nazca se llamará Yehudi para que no haya duda alguna.’ ¡Y me siento orgulloso!” Al recibir en el “Knesset”, Parlamento Unicameral y Suprema Autoridad de Israel, el Premio de la “Fundación Wolf de las Artes” en 1991, Yehudi Menuhin expresó: “Como judíos deberíamos reconocer nuestro supremo destino: aliviar y ayudar. Israel ha madurado; el momento es propicio, el reto es de ustedes. No calculen sus acciones ignorando la oscuridad del miedo. Cuando era chico y tocaba el violín, mi sueño ingenuo era poder ser capaz de sanar el corazón de quien sufría, llevando a cabo así una misión judía y que, si tocaba la Chacona de Bach en la Capilla Sixtina, lo suficientemente inspirado ante los ojos de Miguel Ángel, todo lo que es innoble y vil desaparecería milagrosamente de nuestro mundo.” Yehudi Menuhin pensaba que por medio de la música se podían abrir todas las puertas y utilizó su fama para promover la paz entre Israel y Alemania.