Luis Fernández Molina
Amables lectores me escribieron la semana pasada expresando su extrañeza porque no había hecho mención de Tecún Umán en la columna del martes 18. Buena memoria tienen, recordaban que en días previos al 20 de febrero escribía alguna nota resaltando el valor y simbolismo del príncipe quiché. Desde hace un par de años ya ni lo menciono. ¿Para qué? Tecún ha vuelto a morir, ha sufrido una segunda muerte que acaso es más cruel por cuanto es lenta y permanente. Olvidémonos del valeroso capitán de las huestes del Altiplano. Que en paz descanse, en todos los sentidos. No emergen aquí de aquellos “muertos que nunca mueren.”
Es que en Guatemala nos falta un elemento esencial del espíritu de nación, de unidad, de pueblo. No está en nuestro ADN la consagración hacia algunas personas que, de carne y hueso como todos nosotros, se superaron a sí mismos y lograron algo en beneficio de la patria. No debe comprenderse en este catálogo solo a gobernantes, a políticos o militares, ni artistas o deportistas. Tampoco procuramos promover causas de beatificación buscando personas inmaculadas; no lo son. Solo se trata de reconocer el aporte de estos individuos, de agradecer cuánto hayan realizado por mejorar nuestro destino común como país. Pero hay algo más que el reconocimiento, es la necesidad de tener símbolos que sirvan de pegamento o adhesivo que tonifique la identidad de nación. Esto es, aprovecharnos de su imagen, de “su marca”.
Hay personajes que son figurones de temporada como Franco, Bismarck, Nasser, Ben Bella, Castro, Chávez, etc. que están en la vitrina por la imposición del poder que detentan (no quisiera citar a los sátrapas Stalin, Mao o Mussolini). Lucen mientras están al mando, pero una vez idos la población los olvida o, peor aún, los denuesta, los injuria; derriban sus estatuas con el mismo entusiasmo con que en el momento de gloria los ensalzaban. Otros se sacuden con los vientos de la historia como Gandhi o Tito.
En el mundo son pocos los héroes que han sobrevivido al tiempo y a las veleidades de los pueblos. En lo más alto de esa privilegiada lista (que inevitablemente habrá de quedar corta) están Ataturk, Mandela, Raffles, Juárez, Ben Gurión, Washington, Napoleón, Churchill (un solo nombre les basta). Son seres que tienen una dimensión universal que, a pesar de haber sido simples mortales, los colectivos les asignan alguno de los aposentos del Olimpo. La población cuelga sus retratos, no por imposición protocolaria sino por genuino gusto, con una estima casi parecida a quienes colocan imágenes o estampas de santos en la pared.
Las naciones emergentes tratan de hundir sus raíces pivote en lo más profundo del subsuelo para consolidar el árbol de su nacionalismo. Así tenemos a nuestros dos vecinos del norte que han promovido una devoción a sus héroes que vale la pena imitar. En efecto, en Estados Unidos el culto a los “Founding Fathers” tiene connotaciones casi místicas. En adición al arriba citado están Jefferson, Franklin, Adams, Hamilton, entre otros, cuya mención provoca energía positiva. Y si no alcanzaren está por allí un gigante (literalmente hablando): Abraham Lincoln. Aunque cabe señalar que desde esas fechas heroicas la tinta de las leyendas se ha ido secando. Los personajes del siglo pasado son más pálidos, no llegan a aquellas cumbres: ninguno de los Roosevelt, ni Eisenhower o MacArthur. Acaso los que más elevaron la cabeza fueron Kennedy y Reagan. Tampoco en otras ramas como ciencia, el arte, los negocios o el deporte encontramos figuras que provoquen una devoción unánime.
Por su lado México también ha hecho bien su tarea. (Continuará).