Eduardo Blandón
Ocasionalmente, medio en broma y en serio, me lamento con mis estudiantes de mi vocación docente: “No sé qué pensaba cuando decidí dedicarme a la docencia”. Alguno siente lástima por mí, pero no creo que se interese profundamente de mis sentimientos. Claro está que no se los digo de verdad, uso esas expresiones dramáticas como recurso pedagógico para volver a captar su atención, imbuidos en la mar de preocupaciones existenciales en que navegan.
Por otro lado, sé que el impacto con los estudiantes es un poco aleatorio. A veces si la semilla encuentra terreno fértil, en otras el suelo es absolutamente yermo. Pero los profesores solemos tener esperanza. Es como cuando de casualidad les suelto un latinajo como aquello de “jóvenes, ‘tempus fugit”. Y ya les explico que lo nuestro es la finitud, la fecha de caducidad y lo efímero con la ilusión de verlos comprometidos en su propia vida.
¿Cree usted que les cala? Vaya usted a saber. Tampoco me ilusiono. A los 22 años más bien hay conciencia de invencibilidad, estamos frente a los übermenschen nietzscheanos incapaces a la sumisión de dioses y… menos aún a la observancia de sentencias escritas en latín por zaratustras posmodernos (¿cabe esa posibilidad?). En fin, que el drama si se piensa bien, es de proporciones.
Con todo, fantaseo. Imagino que hay algún despistado que toma en serio mis “carpe diem”. Ya sabe, soñar es fácil, más aún cuando al final de la clase alguno le suelta sus proyectos humanísticos. Como aquel que me dijo que aspiraba ser escritor o la chica que me confesó que leía poesía. Esas ovejas descarriadas habrían convencido hasta al más bravucón dios hebreo en no hacer llover fuego sobre Sodoma. Y ya ve, a mí me tocan el alma.
Aunque, si le soy sincero, a veces experimento también sentimientos de culpa. Los veo como en una cinta de cine dando clases, con uno o dos hijos, angustiados por el pago de colegios, la casa, los alimentos y pequeños caprichos personales. Sí, más o menos contentos (como yo probablemente), pero fracasados económicamente -bueno, al menos según los cánones impuesto por la doctrina neoliberal-, endeudados, con poco reconocimiento social. Dando un poco de lástima por todas partes. (No diga que no es dramático esto de la docencia).
Ya. No vaya a creer que esto es para el suicidio. Hay espacio para la felicidad. Ser profesor tiene su recompensa. Podemos tomarnos en broma nuestra profesión, disfrutar el trato amable de los estudiantes, experimentar el gozo de ser testigos del desarrollo intelectual y moral de los adolescentes, leer poesía, ser crítico de cine… y a veces hasta ser un poco interesantes, enigmáticos y hasta raros. Al final para algo deben servir las menospreciadas humanidades, aún en nuestros tiempos.