Juan Jacobo Muñoz Lemus
Le pasaba como a muchos; solo hace falta transitar por la vida para que cosas así vayan ocurriendo.
Tenía sentimientos infantiles. Digamos que de esos que estarían bien, cuando se tienen 5 o 6 años. De esa época en que todos empezamos a tener alguna memoria y de cuando nos toca entrar al mundo con lo mamado en la primera crianza.
Además, y como consecuencia de su emocionalidad apegada a la niñez; necesitaba muchas demostraciones de seguridad para relajarse; de ahí que la tensión fuera una constante.
El tercer elemento en la ecuación era que no se daba mucho valor. El resultado era, una desmesurada tendencia a hacer lo que no le convenía. Un sinnúmero de errores de juicio con metidas de pata y conductas autodestructivas.
Entre el temor y la rabia, se le escondía agazapada la tristeza, que no alcanzaba a identificar. Claro que todo esto se traducía en una evidente incapacidad para vincularse en paz; y daba pie, a que de manera fantasiosa intentara sin conseguirlo, querer cambiar en las personas del presente a las personas de su pasado. Como si el conflicto real, fuera la llave de la puerta donde moraba el conflicto antiguo.
La receta para cumplir su supuesto destino, era relacionarse con personas emocionalmente inseguras, para querer cambiarlas y recuperar por medio de tanta abnegación, un poco de su mermada autoestima. Eso le hacía perdurar, incluso, más allá de lo tolerable, para no sufrir los rigores de un fracaso sentimental, del que sin duda se echaría la culpa. Para eso sirve la esperanza, para seguir adelante a pesar de lo obvio.
Claro que todo ocurría en un plano inconsciente. No tener de quien hacerse cargo, le hacía sentir en el aire. Las relaciones disfuncionales le daban peso, y la ocasión de tener algún control. Además, tener cerca a alguien disfuncional le ayudaba a evitar verse; que era en el fondo lo que más perseguía. Se negaba, se anulaba como persona y solo dejaba actuar al deseo. Una forma sutil de tener una adicción, con estremecimientos y conmociones propias de quien va por nuevas dosis de lo que le hace sentir vivo.
Eficiente y autosuficiente en las tareas mecánicas del mundo, se había acostumbrado a dar, pero no sabía recibir. No sabía, porque para eso se necesita confianza, quiero decir confiar en el otro. De ahí que fuera más por los aniñados que salían a su paso. Difícilmente le hubiera ido bien con una persona madura y confiable.
Regresando a lo de los sentimientos infantiles, todos sabemos que es a los 5 o 6 años que un niño puede salir del yo, para reconocer el tú y administrar un nosotros. También sabemos que la dinámica es de doble vía: dar y recibir. Pero la experiencia nos enseña que la mayoría de la gente solo da, o solamente recibe. Es decir, que en la inmadurez que es peste, es mucha la gente que resigna la reciprocidad.
Los que dan tienen una omnipotencia rara, que no quieren ver confrontada con la impotencia, que es la primara que aparece cuando una relación fracasa Los que reciben, tienen una voracidad feroz, y no tienen miramientos para explotar a quien se deja. Si cualquiera de los dos queda frente a la ocasión de hacer lo contrario, inmediatamente entraría en un debate interno y sesudo de por qué y para qué, y finalmente regresaría a su posición original y tendencia básica.
Mi propuesta, después de esta pequeña lectura es revisar: Qué tan infantiles son nuestras emociones, cuánto dependemos de la respuesta de los demás y cuánto aprecio sentimos por lo que somos.
Claro, solo en caso de que a alguno le pasen cosas como las de la historia. Cosas que suelen pasar.