Desde hace varias semanas tuvimos información en La Hora de la sesión de Junta Directiva del Congreso en la que se aprobó pagar indemnizaciones a los diputados que no fueron reelectos y que por lo tanto cesaban en su función de dignatarios de la nación. Como el Congreso estaba controlado por Arzú, la encargada de acceso a la información era parte y hasta excandidata del partido Unionista y, por supuesto, con las mismas actitudes de su “líder” respecto al papel de la prensa y la información fue ocultada hasta hace dos días porque, cabalmente, sabían las implicaciones que tendría ese tema.
Los diputados son electos para un período de cuatro años y por lo tanto ninguno puede pretender que se le indemnice porque no es reelecto. El asunto es muy sencillo y tenemos que recordar que para la interpretación literal de lo que dice la ley tenemos que recurrir al diccionario de la Lengua que textualmente define el acto de indemnizar como “Resarcir de un daño o perjuicio, generalmente mediante compensación económica”.
Más claro no canta un gallo. ¿Dónde está el daño o perjuicio que sufra un diputado o un magistrado o cualquier funcionario electo o nombrado para un período determinado cuando llega a su fin ese mandato? Obviamente no existe y por lo tanto tampoco existe el derecho a gozar de una indemnización como resarcimiento a daño o perjuicio. Así lo entendió perfectamente, dando un ejemplo edificante, el exprocurador de los Derechos Humanos, Jorge de León Duque, quien rompió una penosa tradición de la PDH en la que varios de los titulares, electos para período determinado, se recetaron indemnización.
La Ley de Servicio Civil estipula el pago de indemnizaciones para los empleados públicos, pero los altos funcionarios no son empleados públicos y menos aquellos que fueron designados para ocupar los puestos específicamente para un período contemplado en la misma ley. Quienes optan a esos puestos saben perfectamente que lo están haciendo por el período legal y que, en consecuencia, no habrá daño o perjuicio alguno cuando llegue el fin del mandato o cuando no sea reelecto para continuar en el cargo.
Pero como la política nuestra se caracteriza por la porquería que practican sin el menor rubor, se ha dispuesto que los fondos públicos no son para el bien común sino para que los gocen y aprovechen los que llegan a ocupar alguna posición de poder. Es cierto que en otros países esos cargos públicos son valorados por el prestigio que entrañan y lo que representan mientras que en Guatemala se convierten en sinónimo de corrupción, pero no es culpa de la gente que se haya desprestigiado tanto la función pública como resultado de las acciones reiteradas y consistentes de tanto pícaro que se cree la mamá de Tarzán por los privilegios y comodidades que les confiere su posición.
El simple sentido de la palabra indemnización es lo suficientemente claro como para entender que ningún funcionario tiene derecho a ella porque no hay daño o perjuicio cuando cesa en sus funciones y, por lo tanto, debe ser unánime el rechazo a la corrupta pretensión.