La postura de algunos diputados que se pronuncian en contra de los privilegios que les han sido asignados da lugar no sólo a una profunda reflexión sobre esos vicios del sistema, sino también para comparar posturas y actitudes entre quienes representan con todo empeño a la vieja política y quienes entienden el sentimiento ciudadano en contra de arraigadas prácticas que son la muestra exacta de lo que para algunos significa el ejercicio de la función pública pervertida para que se convierta en beneficio personal.
El argumento que esgrimen los menos torpes es que la función de los diputados no se puede medir por los almuerzos que les sirven, sino por su producción como legisladores, con lo que se pretende astutamente minimizar el empeño que arrancó con la propuesta para que las reuniones de jefes de bloque no se hagan a la hora del almuerzo para evitarle al Congreso el gasto de dar de comer a los congresistas. Los más torpes, en cambio, decidieron que era mejor atacar a la ponente y hasta pedirle que renuncie porque les importa más un suculento almuerzo que quedar en notoria y vergonzosa evidencia.
Un almuerzo más o un almuerzo menos no hará que se disponga de más recursos para combatir la desnutrición ni resolverá el problema de la pobreza extendida por el país, pero si puede hacer que el país cambie a partir de la existencia de una nueva clase política más responsable que piense en el servicio público de manera diferente. Y es que las formas cuentan, porque si algo se perdió por completo en Guatemala es el respeto hacia los políticos, precisamente por esa su actitud berrinchuda y corrupta que se pasa por el arco del triunfo a la opinión pública. No es lo que se ahorra lo que importa, sino el mensaje que se envía a la ciudadanía que podría confiar en que el relevo que hubo de más de cien diputados en el Congreso se traduzca en una nueva mentalidad para el desempeño de las funciones, terminando con esas prácticas que demuestran la voracidad de quienes, pinches que son, hasta quieren comer de gratis, lo que sirve para entender que con tal de satisfacer su hambre de negocios, están dispuestos a cualquier cosa.
El ciudadano guatemalteco sabe exactamente qué persiguen los políticos que se aferran al almuerzo. Lo hacen tan burdamente que ni siquiera se preocupan por guardar apariencias y, como las formas cuentan, están enviando el mensaje de que con ellos no hay esperanza de cambio.