Juan Jacobo Muñoz
Me quedé viendo un rato al cielo como pantalla. Cientos de escotomas pasaron frente a mí como si fuera una pecera. Los soplé y los soplé y ninguno siguió en la dirección del aire que le enviaba. No pude dejar de pensar en la oscuridad y los tantos puntos ciegos parciales, temporales o permanentes; y a veces más que ciegos, puntos psicóticos, que consciente o inconscientemente, me impiden valorar la realidad como debiera.
En este afán mío de seguir repitiendo lo obvio, debo tener cansado a más de uno. Le doy y le doy vueltas a las cosas en mi cabeza, en una especie de manía por encontrar el hilo negro de no sé qué cosas. Tengo por compañera a la duda.
Los caminos que ando se van desvaneciendo y, aun así, intuyo que son los correctos. Terminé por aceptar que no llegarán las respuestas, sino hasta que tengan que llegar. Los tiempos del universo no son los míos, aunque yo lo exija. Me acompaña día y noche la incertidumbre.
Además, he ganado alguna conciencia. Cada uno se cocina en sus propios jugos, de ahí tanta diferencia. Todos viendo lo mismo desde ángulos distintos. De sobra sé, que todos los humanos somos iguales y que cada uno es diferente a los demás. La soledad es también mi compañera.
A mi edad, he visto que relaciones hay muchas. Las hay del uno para el otro, de tal para cual, rotos con descosidos, piedras con coyoles. La variedad alcanza a ser infinitamente superior a los catálogos que van surgiendo con el tema de género. No hay como homologar a nadie. Cada uno es por su cuenta una pasión distinta. Aquí voy entonces, con la diversidad y la comparación.
Me pasa que pierdo tiempo con una que otra rabia imposible de aplacar. Entre ser un hervidero de odio hacia mí mismo y la autoindulgencia que proyecta lo indeseable de mí mismo en los demás, queda mucho trabajo por lograr la paz; no de pose, sino de conversión. Sería la única manera de aplacar la rabia, pero increíblemente, el odio parece tener más fuerza que cualquier instinto de autoconservación. Aunque no quiera, viene conmigo la frustración.
Cualquier paso a la liberación, es aceptar que puedo estar equivocado en cualquier cosa que asegure con mucha certeza o mucha fe. Procuro que mi pensamiento no sea mi cárcel. No quiero vivir endemoniadamente la espuria necesidad de forzarme a ser infalible o más fuerte de lo que puedo ser. Debo aceptar que venga la crítica.
Sé que tengo complejos. Urdimbres que se han elaborado con hilos de mi temperamento y mi educación. También sé que tengo potencialidades extremas como amar y odiar, construir y destruir, aislarme o congregarme. No puedo ser solo un extremo. Debo aceptar las opciones y la oportunidad de cada momento y evitar la rigidez. También debe venir la ambigüedad.
Mi narcisismo inflamado, quiere hazañas. ¿Habrá algo que realmente sea una hazaña? Vencerme a mí mismo tal vez lo sea. No todo puede ser mío u obra mía. Debo sobreponerme a la invisibilidad y a las pérdidas; saber perder. Con los años he comprendido que no todo lo que se pierde es una pérdida. Acepto que la esperanza empuja a vivir, pero también el olvido, o digamos mejor, desprenderse. El apego puede provocar mucho sufrimiento si no se vigila. Acepto pues, que venga a mi lado el anonimato.
Y así, aquí estoy; todos los días y año tras año sacando la misma agua. El mito de Sísifo se repite en mí, siempre empujando lo mismo desde un sitio conocido y sin llegar a alcanzar la meta que más bien es una fantasía. Una fantasía que me ayuda a vivir.