La férrea decisión del Gobierno de Estados Unidos de atajar a los inmigrantes que llegan a ese país es ampliamente conocida por todos los centroamericanos de cualquier condición social, pero a pesar de la certeza de un camino adverso y peligroso, se siguen produciendo oleadas de migración que pueden ser de nutridas caravanas o de silenciosos flujos de personas que huyen de la desesperanza y piensan encontrar en el norte la oportunidad que sus propios países les niegan de manera sistemática para vivir y producir.

Eso confirma que ni siquiera el muro ofrecido por Trump durante su campaña, el mismo que dijo que sería pagado por México, es capaz de contener el flujo migratorio que se produce como consecuencia de una realidad social indiscutible y que las autoridades norteamericanas se niegan a reconocer y las autoridades centroamericanas se niegan a enfrentar. En estos países la mezcla de pobreza e inseguridad, temas estrechamente relacionados, son la catapulta de la migración, pero ni en Washington ni en las capitales de Guatemala, Honduras y El Salvador se enfrenta la raíz y dimensión del problema.

Tanto o más nutridas que las caravanas resultan las masivas deportaciones que superan por mucho el millar semanal de gente que es retornada en condiciones deplorables. Cierto que vienen en avión, pero vuelven a la pesadilla de la que trataron de huir y lo hacen con más problemas y más deudas de las que tenían antes de emprender el viaje, cuyos peligros no desconocían cuando partieron. Y la gran mayoría de los deportados viene para hacer nuevos preparativos para irse otra vez en cuanto sus propias condiciones se los permitan. Eso sólo se explica cuando se entiende la dramática realidad a la que han vuelto y que no pueden soportar ni siquiera con la certeza de que serán perseguidos y odiados racialmente porque el Presidente de Estados Unidos los ha encasillado en la tipificación de delincuentes y mal vivientes. Ellos saben lo que valen y lo que los necesita la economía norteamericana que crea muchos empleos, pero los más duros y difíciles (y peor pagados) se los dejan a los inmigrantes ilegales.

Puede ser que las caravanas sean una maniobra electoral de Trump para seguir asustando a electores ignorantes que se tragan su patraña de que los que llegan son maleantes. Pero aún si atrás está la mano de los Republicanos, lo cierto es que las mismas se nutren con desesperados, con gente que huye de la pobreza y de la violencia, vicios que mientras subsistan, generarán migración.

Redacción La Hora

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