Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Hace aproximadamente un año escribí, en este espacio, una breve anécdota cuya motivación fue la vivencia que personalmente experimenté cuando en un par de ocasiones quise hacer uso del servicio nacional de correos. Pasado un año de aquella publicación, el asunto parece igual, por lo que me permito reproducir a continuación esa misma historia, con el sencillo cuestionamiento adicional de, ¿tal vez ahora?… En aquella ocasión llegué a la oficina central de Correos de Guatemala con la intención de enviar, por ese medio, un sobre con viejas fotografías que había ofrecido a un amigo que, desde hace varios años, es profesor en una universidad de Estados Unidos. Pude haberlas escaneado y enviado por e-mail, como suele hacerse hoy día, pero el sentimentalismo asociado a experiencias vividas con cariño y respeto, a veces es inevitable. La persona que entonces me atendió me explicó que el servicio llevaba ya tiempo sin funcionar, producto de algunos problemas que no supo (o no quiso) explicarme. No dijo más, y me señaló, con resignación, un buen número de sacos y bolsas con cartas y paquetes que no habían sido entregados a pesar de haber ingresado al país desde mucho tiempo atrás, quizá años. Me recomendó utilizar un servicio privado y me indicó que en las cercanías había varias oficinas de empresas que brindaban tal servicio. Agradecí y me marché en busca de uno de esos negocios que, finalmente, por una suma cuyo monto exacto no recuerdo (pero rondaba los quinientos quetzales), hizo llegar el sobre a mi amigo en aproximadamente una semana. Un año después, consciente de que seguramente me encontraría con la misma situación, visité nuevamente el edificio central de Correos, con la intención de enviar un libro que había ofrecido a una amiga periodista en España. La persona que me atendió, esta vez, me contó la misma historia de tiempo atrás. “Disculpe -dijo-, no sabría indicarle cuánto tiempo más estaremos así”. Me sonrió, (como en mi experiencia anterior) y dio por terminado el asunto. Le devolví la sonrisa y le di las gracias, marchándome sin dejar de lamentar –para mis adentros– el hecho de que todo un país no cuente con un sistema nacional de correos que permita enviar y recibir correspondencia de cualquier parte del mundo. Sean cuales sean las causas y los responsables, es lamentable e inconcebible que algo de tal magnitud suceda y perdure por años. Las nuevas tecnologías y los servicios privados ayudan sin duda a minimizar el efecto de la inoperancia de un servicio como el aludido, pero evidentemente no todos tenemos las mismas capacidades de pago y acceso a servicios privados de correo para enviar cartas o paquetes cuyo valor (aparte del sentimental, por supuesto) muchas veces es muy inferior a lo que se paga para que finalmente lleguen a destino. No solo es una vergüenza que algo así suceda y perdure, sino que además pone de manifiesto, como en otras tantas cosas, la falta de voluntad y capacidad para resolver cuestiones como esa, ¿tal vez ahora?

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