Por. Gª Fajardo, JC. Emérito U.C.M.
Cuando llegaron de vuelta al monasterio, el portero les dijo que había muerto uno de los monjes más antiguos, de los que habían acompañado al anciano desde la primera hora. El portero andaba un poco desazonado porque, al parecer, el viejo monje luchó cuanto pudo en el momento de su muerte y eso no podía comprenderlo.
– Maestro, ¿por qué cuesta tanto desprenderse de los prejuicios, cuando ya sabemos que no coinciden con la realidad?
– Porque nos costó esfuerzo aprenderlos, Sergei. Porque hemos invertido mucha ilusión en adquirirlos y nos enseñaron torpemente que nos darían seguridad.
– ¡Qué obsesión tenemos con la seguridad, Maestro! Como si hubiera algo seguro en esta vida más allá de la certeza de la muerte.
– Sí, Sergei, pero es el temor a lo desconocido lo que nos hace aferrarnos a cualquier cosa, persona o norma.
– ¿Qué es la muerte, Maestro?
– El envés de la vida, Sergei. O el haz, ¡vete tú a saber! En el instante de nacer ya comenzamos a desvivirnos. No hay célula que dure más de siete años. No hay nada en nosotros que haya estado en el vientre de nuestras madres. Somos memoria, Sergei, dentro de un proceso dinámico e inefable.
– Maestro, ¿tú no temes a la muerte?
– Ya no, Sergei, ya no. Si acaso, cada día, siento una especie de cansancio que prefiero no interpretar porque, ese estar alerta, facilita la maduración requerida. (Así me sucedió ayer a mí y traté de capearlo porque, “a veces es mejor descansar” y dejar que pase la murria o el dolor o el rencor o la inquietud que sea. Y ya veis cómo me encuentro hoy, entre otras cosas porque “tengo una cita” con cada uno de vosotros, rdm y esto ayuda) De lo contrario, nos volveríamos de cara a la pared, y nos dejaríamos morir. Sé que la muerte no es el fin de nada sino la transformación de la apariencia.
– Entonces, al morir, ¿no perdemos la vida?
– ¡No, Sergei! – dijo el anciano riéndose -. No perdemos nada. Tan sólo se transforma el envoltorio de esa energía.
– ¡Pero es que nadie regresó de allá para tranquilizarnos, Venerable Señor!
– Escucha este cuento, Sergei, antes de ir a preparar el té, y así pones algo de luz en la oscuridad de tus miedos.
“Estaba agonizando un anciano monje que había alcanzado la paz y la difundía a su alrededor. Era famoso en su monasterio por su sonrisa perenne. Pero los discípulos lloraban a su alrededor, dando a entender que no habían comprendido sus enseñanzas. Entonces, el anciano lanzó tres sonoras carcajadas.
– “Pero, Señor -dijeron asombrados los monjes-, ¿cómo puedes reír en este trance mientras nosotros lloramos?
– Por eso, porque no comprendéis que se trata de un tránsito. La primera carcajada es por vuestro temor a la muerte. La segunda, porque veo que no estáis preparados para afrontarla, y la tercera, es porque yo paso de las fatigas de esta vida al descanso, mientras que vosotros seguís ahí con lamentos”. Y, dicho esto, el anciano cerró los ojos apaciblemente invadido por inebriantes endorfinas. ¿Te ha gustado, Sergei?”
– Bueno, Maestro, tomaré esta reflexión como consejera y trataré de vivir a tope todo lo que pueda. ¡Vámonos a tomar el té bien especiado y con galletas de jengibre a la menta!